miércoles, 30 de mayo de 2012
viernes, 25 de mayo de 2012
Fe y capitalismo
Alvaro García-Ormaechea tradujo para Fuera de lugar esta intervención radiofónica de Agamben recogida por La República el 16 de febrero.
Giorgio Agamben
Para comprender lo que quiere decir la palabra “futuro” antes hay que entender lo que significa otra palabra, una que ya no acostumbramos a usar más que en la esfera religiosa: la palabra “fe”. Sin fe o confianza no es posible el futuro, hay futuro solo si podemos esperar o creer en algo. Ya, pero la fe ¿qué es? David Flüsser, un gran estudioso de la ciencia de las religiones –pues existe una disciplina de tan extraño nombre– estaba hace poco trabajando en la palabra pistis, que es el término griego que Jesús y los apóstoles usaban para “fe”. Aquel día, que iba paseando por casualidad por una plaza de Atenas, en un momento dado alzó la vista y vio ante sí escrito con grandes caracteres: Trapeza tes pisteos. Estupefacto por la coincidencia, miró mejor y a los pocos segundos se dio cuenta de que se encontraba simplemente a la puerta de un banco: trapeza tes pisteos significa en griego “banco de crédito”. Ese era el sentido de la palabra pistis, que llevaba meses tratando de entender: pistis, “fe”, no es más que el crédito del que gozamos ante Dios y el crédito del que goza la palabra de Dios ante nosotros, a partir del momento en que la creemos. Por eso Pablo puede decir en una famosa definición que “la fe es sustancia de cosas esperadas”: aquello que da realidad a lo que todavía no existe, pero en lo que creemos y tenemos confianza, en lo que hemos puesto en juego nuestro crédito y nuestra palabra. Algo así como un futuro existe en la medida en que nuestra fe logra dar sustancia, es decir realidad, a nuestras esperanzas. Pero ya se sabe que la nuestra es una época escasa de fe o, como decía Nicola Chiaromonte, de mala fe, de fe mantenida a la fuerza y sin convicción. Una época, por tanto, sin futuro y sin esperanzas –o de futuros vacíos y de falsas esperanzas–.
Pero en esta época nuestra, demasiado vieja para creer verdaderamente en nada y demasiado listilla para estar verdaderamente desesperada, ¿qué hay de nuestro crédito? ¿Qué hay de nuestro futuro?
Bien mirado, existe aún una esfera que gira toda ella en torno al perno del crédito, una esfera a la que ha ido a parar toda nuestra pistis, toda nuestra fe. Esa esfera es la del dinero, y la banca –la trapeza tes pisteos– es su templo. El dinero no es sino un crédito, y de ahí que muchos billetes (la esterlina, el dólar, si bien no, quién sabrá por qué, quizás esto nos debería haber hecho sospechar algo, el euro) aún lleven escrito que el banco central promete garantizar de alguna manera ese crédito. La consabida “crisis” que estamos atravesando –pero ya ha quedado claro que eso a lo que llamamos “crisis” no es sino el modo normal en que funciona el capitalismo de nuestro tiempo– comenzó con una serie de operaciones irresponsables sobre el crédito, sobre créditos que eran descontados y revendidos decenas de veces antes de que pudieran ser realizados. En otras palabras, eso significa que el capitalismo financiero –y los bancos, que son su órgano principal– funciona jugando con el crédito, que es tanto como decir la fe, de los hombres.
La hipótesis de Walter Benjamin según la cual el capitalismo es en verdad una religión –y la más feroz e implacable que haya existido nunca, pues no conoce redención ni tregua– hay que tomarla al pie de la letra. La Banca, con sus grises funcionarios y expertos, ha ocupado el lugar que dejaron la Iglesia y sus sacerdotes. Al gobernar el crédito, lo que manipula y gestiona es la fe: la escasa e incierta confianza que nuestro tiempo tiene aún en sí mismo. Y lo hace de la forma más irresponsable y sin escrúpulos, tratando de sacar dinero de la confianza y las esperanzas de los seres humanos, estableciendo el crédito del que cada uno puede gozar y el precio que debe pagar por él (incluso el crédito de los estados, que han abdicado dócilmente de su soberanía). De esta forma, gobernando el crédito gobierna no solo el mundo, sino también el futuro de los hombres, un futuro que la crisis hace cada vez más corto y decadente. Y si hoy la política no parece ya posible es porque de hecho el poder financiero ha secuestrado por completo la fe y el futuro, el tiempo y la esperanza.
Mientras dure esta situación, mientras nuestra sociedad que se cree laica siga sirviendo a la más oscura e irracional de las religiones, estará bien que cada uno recoja su crédito y su futuro de las manos de estos lóbregos, desacreditados pseudosacerdotes, banqueros, profesores y funcionarios de las varias agencias de rating. Y acaso lo primero que hay que hacer sea dejar de mirar tanto hacia el futuro, como ellos exhortan a hacer, y volver un poco la vista al pasado. Pues solo comprendiendo lo que ha sucedido, y sobre todo tratando de entender cómo ha podido ocurrir será posible, quizás, reencontrar la propia libertad. La arqueología –no la futurología– es la vía de acceso al presente.
Giorgio Agamben
Para comprender lo que quiere decir la palabra “futuro” antes hay que entender lo que significa otra palabra, una que ya no acostumbramos a usar más que en la esfera religiosa: la palabra “fe”. Sin fe o confianza no es posible el futuro, hay futuro solo si podemos esperar o creer en algo. Ya, pero la fe ¿qué es? David Flüsser, un gran estudioso de la ciencia de las religiones –pues existe una disciplina de tan extraño nombre– estaba hace poco trabajando en la palabra pistis, que es el término griego que Jesús y los apóstoles usaban para “fe”. Aquel día, que iba paseando por casualidad por una plaza de Atenas, en un momento dado alzó la vista y vio ante sí escrito con grandes caracteres: Trapeza tes pisteos. Estupefacto por la coincidencia, miró mejor y a los pocos segundos se dio cuenta de que se encontraba simplemente a la puerta de un banco: trapeza tes pisteos significa en griego “banco de crédito”. Ese era el sentido de la palabra pistis, que llevaba meses tratando de entender: pistis, “fe”, no es más que el crédito del que gozamos ante Dios y el crédito del que goza la palabra de Dios ante nosotros, a partir del momento en que la creemos. Por eso Pablo puede decir en una famosa definición que “la fe es sustancia de cosas esperadas”: aquello que da realidad a lo que todavía no existe, pero en lo que creemos y tenemos confianza, en lo que hemos puesto en juego nuestro crédito y nuestra palabra. Algo así como un futuro existe en la medida en que nuestra fe logra dar sustancia, es decir realidad, a nuestras esperanzas. Pero ya se sabe que la nuestra es una época escasa de fe o, como decía Nicola Chiaromonte, de mala fe, de fe mantenida a la fuerza y sin convicción. Una época, por tanto, sin futuro y sin esperanzas –o de futuros vacíos y de falsas esperanzas–.
Pero en esta época nuestra, demasiado vieja para creer verdaderamente en nada y demasiado listilla para estar verdaderamente desesperada, ¿qué hay de nuestro crédito? ¿Qué hay de nuestro futuro?
Bien mirado, existe aún una esfera que gira toda ella en torno al perno del crédito, una esfera a la que ha ido a parar toda nuestra pistis, toda nuestra fe. Esa esfera es la del dinero, y la banca –la trapeza tes pisteos– es su templo. El dinero no es sino un crédito, y de ahí que muchos billetes (la esterlina, el dólar, si bien no, quién sabrá por qué, quizás esto nos debería haber hecho sospechar algo, el euro) aún lleven escrito que el banco central promete garantizar de alguna manera ese crédito. La consabida “crisis” que estamos atravesando –pero ya ha quedado claro que eso a lo que llamamos “crisis” no es sino el modo normal en que funciona el capitalismo de nuestro tiempo– comenzó con una serie de operaciones irresponsables sobre el crédito, sobre créditos que eran descontados y revendidos decenas de veces antes de que pudieran ser realizados. En otras palabras, eso significa que el capitalismo financiero –y los bancos, que son su órgano principal– funciona jugando con el crédito, que es tanto como decir la fe, de los hombres.
La hipótesis de Walter Benjamin según la cual el capitalismo es en verdad una religión –y la más feroz e implacable que haya existido nunca, pues no conoce redención ni tregua– hay que tomarla al pie de la letra. La Banca, con sus grises funcionarios y expertos, ha ocupado el lugar que dejaron la Iglesia y sus sacerdotes. Al gobernar el crédito, lo que manipula y gestiona es la fe: la escasa e incierta confianza que nuestro tiempo tiene aún en sí mismo. Y lo hace de la forma más irresponsable y sin escrúpulos, tratando de sacar dinero de la confianza y las esperanzas de los seres humanos, estableciendo el crédito del que cada uno puede gozar y el precio que debe pagar por él (incluso el crédito de los estados, que han abdicado dócilmente de su soberanía). De esta forma, gobernando el crédito gobierna no solo el mundo, sino también el futuro de los hombres, un futuro que la crisis hace cada vez más corto y decadente. Y si hoy la política no parece ya posible es porque de hecho el poder financiero ha secuestrado por completo la fe y el futuro, el tiempo y la esperanza.
Mientras dure esta situación, mientras nuestra sociedad que se cree laica siga sirviendo a la más oscura e irracional de las religiones, estará bien que cada uno recoja su crédito y su futuro de las manos de estos lóbregos, desacreditados pseudosacerdotes, banqueros, profesores y funcionarios de las varias agencias de rating. Y acaso lo primero que hay que hacer sea dejar de mirar tanto hacia el futuro, como ellos exhortan a hacer, y volver un poco la vista al pasado. Pues solo comprendiendo lo que ha sucedido, y sobre todo tratando de entender cómo ha podido ocurrir será posible, quizás, reencontrar la propia libertad. La arqueología –no la futurología– es la vía de acceso al presente.
lunes, 21 de mayo de 2012
Sociedades de control
Por Daniel Vittar para Clarín
En una pequeña y somnolienta comunidad del oeste de Estados Unidos, donde la mayoría de sus casi 7.000 habitantes son mormones, la comunidad de inteligencia está levantando el centro de espionaje más grande que el mundo haya conocido hasta ahora. La ciudad se llama Bluffdale y se encuentra en el estado desértico y montañoso de Utah, cuya población mira con asombro el gigante que está construyendo el cuerpo de ingenieros del Ejército. Se trata de la nueva base de la poderosa National Security Agency (NSA), que se convertirá en el corazón de un colosal tablero mundial destinado a espiar cada rincón del planeta que considere hostil o afecte los intereses de Washington. Es, tal vez, el paso más beligerante que da EE.UU. en la llamada “guerra del ciberespacio”.
Carroll F. Pollett, director de la Agencia de Defensa de Sistemas de Información (DISA), lo explicó con claridad en una sesión en el Congreso. “ El ciberespacio se ha convertido en un nuevo campo de batalla . Ha adquirido una importancia similar a la que tienen los otros, tierra, mar, aire y espacio. Está claro que debemos defenderlo y volverlo operativo”. En lenguaje militar, el ciberespacio es denominado “quinto campo de batalla”.El centro de datos de Bluffdale es una descomunal estructura –cinco veces el tamaño del Capitolio– que albergará la más moderna tecnología destinada a interceptar, almacenar, descifrar y analizar la compleja red de comunicaciones del globo. Sus veloces computadoras deglutirán inconmensurables datos captados por los satélites, extraídos de la red de celulares y arrebatados a la Web. En su primera etapa el emprendimiento se mantuvo en estricto secreto hasta que salió a la luz por una investigación del periodista James Bamford, experto en inteligencia, en Threat Leve l, un medio especializado en seguridad.
El amo de esta omnisciente instalación es la NSA, la agencia más poderosa y enigmática de EE.UU., cuya capacidad y recursos dejaron muy atrás a la CIA y al FBI. Su especialidad son las comunicaciones y el criptoanálisis. Es, básicamente, un “Gran Hermano” de formidables dimensiones. Para ello dispone desde hace más de tres décadas de la polémica red de espionaje Echelon, basada en satélites alrededor del planeta.
Este nuevo bunker de la NSA costará unos 2.000 millones de dólares y se espera que lo terminen el año próximo. Pese al aura de secreto, medios estadounidenses adelantaron que constará de cuatro salas de 2.300 metros cuadrados, cada una de ellas llena de servidores. A esto hay que agregarle otras plantas, de medidas similares, destinadas al sector técnico y administrativo. Tal cantidad de equipos necesita un enorme poder de refrigeración y esto, a su vez, de energía. Se presume que consumirá el promedio de electricidad que utiliza habitualmente una pequeña ciudad. Todo el complejo será autosuficiente.
Su funcionamiento, una vez terminado, será el siguiente. Tomará la información recogida por los satélites –particularmente de la red Echelon–, los datos provenientes de agencias en el exterior y las comunicaciones interceptadas en los centros de vigilancia instalados en el mundo, para luego depurar, analizar y determinar que es relevante para la sede madre de NSA en Maryland.
Si bien el proyecto se concreta ahora, tiene su origen en una iniciativa que la NSA impulsó durante el gobierno de George W. Bush tras el 11/S, que se conoció como “Stellar Wind” (viento estelar). Esta actividad de espionaje resultó tan controvertida y peligrosa para los propios estadounidenses que el Parlamento se opuso, y terminó anulándola. Pero desde hace unos años volvió con fuerza. El punto que genera mayor incógnita en este proyecto tiene que ver con la monstruosa cantidad de datos que podrán escanear los equipos de la NSA. De hecho será enormemente superior a lo que se hace actualmente, que de por sí es asombroso.
Más allá de los controles para mantener la seguridad interna, los servicios de inteligencia estadounidenses apuntan ahora a detener los continuos ciberataques chinos que sufrieron agencias del gobierno y empresas , tanto militares como comerciales. Hoy, en esta gran guerra tecnológica desplegada por las potencias, donde el robo industrial se convirtió en un hecho cotidiano, los grandes enemigos para EE.UU. son China y Rusia, y en menor medida Corea del Norte e Irán. En este marco no se sabe muy bien si la gran central de la NSA busca proteger el país contra los ciberataques y descubrir células terroristas, o incursionar con mayor capacidad en el espionaje comercial. El general Keith Alexander, director de la NSA, expuso la cuestión en una comisión del Congreso: “ Necesitamos hacer que sea más difícil para los chinos hacer lo que están haciendo . La propiedad intelectual no está bien protegida, y podemos hacer un mejor trabajo protegiéndola”.
Desde la otra vereda, el coordinador especial de Rusia en tecnología de la información, Andrey Krutskikh, resumió el escenario con estas palabras: “Tenemos una situación en la que se producen millones de ataques de hackers contra nuestro dinero, contra nuestras empresas, en nuestras computadoras privadas, significa que es una forma nueva de confrontación ”.
Para los especialistas, la guerra del ciberespacio entró en una nueva y peligrosa fase, donde el desarrollo tecnológico será fuente de poder y control.
“Estamos a una pequeña distancia del Estado totalitario” , advirtió el ex integrante de la NSA William Binney. Y sus palabras hacen pensar que tal vez no se comprendió a tiempo lo que en su momento planteó Ray Bradbury: “No intento describir el futuro; intento prevenirlo”.
martes, 15 de mayo de 2012
viernes, 11 de mayo de 2012
¿Libros vs. libros?
por Alejandro Katz para Letras Libres
Desde septiembre del año pasado diversas restricciones administrativas comenzaron a dificultar el ingreso a la Argentina de libros impresos o editados en el extranjero. Sin que mediara, al principio, una normativa precisa que justificara las medidas del gobierno –lo cual incrementaba por una parte la incertidumbre y, por otra, ampliaba los márgenes para las decisiones arbitrarias–, las dificultades para la importación de libros se mantuvieron desde entonces. En los meses transcurridos, se hicieron evidentes dos de las razones que explican la conducta de los funcionarios: los desequilibrios de la balanza comercial, que llevaron al gobierno a un creciente control del comercio exterior desde fines de 2011 (lo cual motivó que un grupo de cuarenta países, entre los cuales se cuentan los de la Unión Europea, Japón, Canadá, Estados Unidos y México, presentaran en marzo una queja ante la OMC), y la presión de un importante grupo de industriales gráficos que, desde el año 2010, estaban realizando gestiones para limitar la importación de libros impresos fuera del país. Ambas razones comparten causas comunes, particularmente la creciente pérdida de competitividad de una economía que padece altos índices de inflación con un tipo de cambio relativamente estancado. Pero, a diferencia de muchos otros sectores económicos, a los cuales el gobierno exige, para permitir el ingreso de mercaderías, que compensen las importaciones con exportaciones, en el caso particular de los libros, además de la exigencia que impone el gobierno de equilibrar los saldos del comercio exterior, el lobby de los industriales gráficos consiguió que se sancionara una reglamentación específica, cuya finalidad explícita es el control de la proporción del plomo en la tinta de los libros que se importan pero que, de hecho, funciona como una barrera para-arancelaria destinada a dificultar o restringir el ingreso de libros al país. La combinación de ambas exigencias, los trámites necesarios para cumplirlas y la incertidumbre acerca de la decisión final que adoptará el funcionario a cargo han provocado que buena parte de quienes importaban libros dejen de hacerlo o reduzcan la variedad y cantidad de lo que importan a las necesidades mínimas. De hecho, más allá de los límites concretos que el gobierno imponga, la sucesión de medidas funciona como un incentivo inverso a la importación cuyo efecto inmediato es el empobrecimiento de la oferta editorial en el país.
No es fácil exagerar la gravedad de cualquier decisión gubernamental cuyo objeto o efecto sea dificultar la libre circulación de los libros. Argentina produce aproximadamente el 12.5% de los títulos que se editan en idioma español, lo cual significa que cualquier restricción impuesta al ingreso de libros impedirá al lector argentino el acceso al 87.5% de los títulos que cada año se publican en nuestro idioma –por no mencionar lo editado en otras lenguas–. Pero tan difícil como exagerar las consecuencias es tratar de entender las razones que fundamentan decisiones de esta naturaleza: si desde el punto de vista de la balanza comercial el sector editorial argentino resulta absolutamente irrelevante, sancionar a los lectores para proteger a determinados jugadores de la industria gráfica no es ni más ni menos que una enfervorizada declaración de arcaísmo intelectual, que pone de manifiesto una ideología para la cual el “valor-conocimiento” es desdeñable en relación con el “valor-trabajo”, entendido este puramente como la utilización, lo más extensiva posible, de mano de obra industrial, no necesariamente de alta calificación. Una ideología que sigue persuadida de que las líneas fordistas de producción son más genuinas e importantes que los bienes producidos por la educación, el saber y la creatividad; que la producción industrial de manufacturas –aun si estas tienen un bajísimo valor agregado– es más verdadera que toda producción abstracta, sea de patentes, diseño, conocimiento o arte. Una ideología más apegada, en síntesis, a la capacidad de fabricar objetos materiales, aunque estos sean commodities –que es lo que en verdad hace la industria gráfica: producir commodities– que bienes simbólicos, complejos y de mayor valor agregado como los de la industria editorial, independientemente del soporte en que los manufacture y del sitio en el que los manufacture.
Hay cuando menos dos concepciones que subyacen en las decisiones que el gobierno argentino ha tomado en los últimos meses en relación con la circulación de los impresos. Una, ese apego a lo concreto, lo físico, lo táctil, que va de la producción industrial a los hechos de masas. Otra, la ideología de lo local, lo propio, lo próximo, como algo preferible a lo extranjero, lo ajeno y distante. La síntesis de ambas concepciones fue expresada de modo sorprendente por el secretario de Cultura cuando explicó, a principios de abril, las decisiones del gobierno en función de la defensa de la “soberanía cultural”, que, según razonó, “consiste en que tengamos cada vez una mayor capacidad de decisión para decir qué se debe editar, qué conviene estratégicamente que editemos, y no qué se decida en las grandes capitales del mundo sobre los libros que podemos leer”.
Esa primera persona del plural, ese “nosotros” que “decidimos”, es, a pesar de la apariencia de inclusión, básicamente un modo de excluir: son, sobre todo, ellos, los otros, los extranjeros los que no deben participar de “nuestra” vida. El control de la proporción del plomo en la tinta como mecanismo para impedir o dificultar la importación de libros es una metáfora perfecta de ese sentimiento: lo que viene de afuera contamina y enferma. Que en la segunda década del siglo XXI un gobierno restrinja, por las razones que sean, la libre circulación de libros puede parecer peligroso, pero sobre todo es triste. ~
Desde septiembre del año pasado diversas restricciones administrativas comenzaron a dificultar el ingreso a la Argentina de libros impresos o editados en el extranjero. Sin que mediara, al principio, una normativa precisa que justificara las medidas del gobierno –lo cual incrementaba por una parte la incertidumbre y, por otra, ampliaba los márgenes para las decisiones arbitrarias–, las dificultades para la importación de libros se mantuvieron desde entonces. En los meses transcurridos, se hicieron evidentes dos de las razones que explican la conducta de los funcionarios: los desequilibrios de la balanza comercial, que llevaron al gobierno a un creciente control del comercio exterior desde fines de 2011 (lo cual motivó que un grupo de cuarenta países, entre los cuales se cuentan los de la Unión Europea, Japón, Canadá, Estados Unidos y México, presentaran en marzo una queja ante la OMC), y la presión de un importante grupo de industriales gráficos que, desde el año 2010, estaban realizando gestiones para limitar la importación de libros impresos fuera del país. Ambas razones comparten causas comunes, particularmente la creciente pérdida de competitividad de una economía que padece altos índices de inflación con un tipo de cambio relativamente estancado. Pero, a diferencia de muchos otros sectores económicos, a los cuales el gobierno exige, para permitir el ingreso de mercaderías, que compensen las importaciones con exportaciones, en el caso particular de los libros, además de la exigencia que impone el gobierno de equilibrar los saldos del comercio exterior, el lobby de los industriales gráficos consiguió que se sancionara una reglamentación específica, cuya finalidad explícita es el control de la proporción del plomo en la tinta de los libros que se importan pero que, de hecho, funciona como una barrera para-arancelaria destinada a dificultar o restringir el ingreso de libros al país. La combinación de ambas exigencias, los trámites necesarios para cumplirlas y la incertidumbre acerca de la decisión final que adoptará el funcionario a cargo han provocado que buena parte de quienes importaban libros dejen de hacerlo o reduzcan la variedad y cantidad de lo que importan a las necesidades mínimas. De hecho, más allá de los límites concretos que el gobierno imponga, la sucesión de medidas funciona como un incentivo inverso a la importación cuyo efecto inmediato es el empobrecimiento de la oferta editorial en el país.
No es fácil exagerar la gravedad de cualquier decisión gubernamental cuyo objeto o efecto sea dificultar la libre circulación de los libros. Argentina produce aproximadamente el 12.5% de los títulos que se editan en idioma español, lo cual significa que cualquier restricción impuesta al ingreso de libros impedirá al lector argentino el acceso al 87.5% de los títulos que cada año se publican en nuestro idioma –por no mencionar lo editado en otras lenguas–. Pero tan difícil como exagerar las consecuencias es tratar de entender las razones que fundamentan decisiones de esta naturaleza: si desde el punto de vista de la balanza comercial el sector editorial argentino resulta absolutamente irrelevante, sancionar a los lectores para proteger a determinados jugadores de la industria gráfica no es ni más ni menos que una enfervorizada declaración de arcaísmo intelectual, que pone de manifiesto una ideología para la cual el “valor-conocimiento” es desdeñable en relación con el “valor-trabajo”, entendido este puramente como la utilización, lo más extensiva posible, de mano de obra industrial, no necesariamente de alta calificación. Una ideología que sigue persuadida de que las líneas fordistas de producción son más genuinas e importantes que los bienes producidos por la educación, el saber y la creatividad; que la producción industrial de manufacturas –aun si estas tienen un bajísimo valor agregado– es más verdadera que toda producción abstracta, sea de patentes, diseño, conocimiento o arte. Una ideología más apegada, en síntesis, a la capacidad de fabricar objetos materiales, aunque estos sean commodities –que es lo que en verdad hace la industria gráfica: producir commodities– que bienes simbólicos, complejos y de mayor valor agregado como los de la industria editorial, independientemente del soporte en que los manufacture y del sitio en el que los manufacture.
Hay cuando menos dos concepciones que subyacen en las decisiones que el gobierno argentino ha tomado en los últimos meses en relación con la circulación de los impresos. Una, ese apego a lo concreto, lo físico, lo táctil, que va de la producción industrial a los hechos de masas. Otra, la ideología de lo local, lo propio, lo próximo, como algo preferible a lo extranjero, lo ajeno y distante. La síntesis de ambas concepciones fue expresada de modo sorprendente por el secretario de Cultura cuando explicó, a principios de abril, las decisiones del gobierno en función de la defensa de la “soberanía cultural”, que, según razonó, “consiste en que tengamos cada vez una mayor capacidad de decisión para decir qué se debe editar, qué conviene estratégicamente que editemos, y no qué se decida en las grandes capitales del mundo sobre los libros que podemos leer”.
Esa primera persona del plural, ese “nosotros” que “decidimos”, es, a pesar de la apariencia de inclusión, básicamente un modo de excluir: son, sobre todo, ellos, los otros, los extranjeros los que no deben participar de “nuestra” vida. El control de la proporción del plomo en la tinta como mecanismo para impedir o dificultar la importación de libros es una metáfora perfecta de ese sentimiento: lo que viene de afuera contamina y enferma. Que en la segunda década del siglo XXI un gobierno restrinja, por las razones que sean, la libre circulación de libros puede parecer peligroso, pero sobre todo es triste. ~
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