Stephen Dixon
En el número 253 del suplemento
Radar libros de Página/12, Rodrigo Fresán presentaba a Sthepen Dixon. Allí
Fresán señalaba su condición de escritor fértil y secreto y ejemplificaba esto
último contando mínimos detalles del incierto camino editorial de su novela “I”
que por entonces contabilizó quince rechazos (incluido el de la editorial que
hasta ahí lo publicaba) hasta recalar finalmente en el sello McSweeney´s
propiedad del escritor Dave Eggers.
Trece años después, otro sello
independiente, Eterna Cadencia, en este caso, presenta la primera traducción de
Dixon al castellano, una colección de cuentos seleccionados por Eduardo Berti y
prologados por el mismo Fresán. En aquella nota, el escritor argentino puntualizaba
los límites difusos de lo que denominó “el método Dixon”: novelas de tramas fragmentadas
cuyos cimientos descansan en formas narrativas breves y cuentos con estructuras
corales y flexibles más aptos para el desarrollo de novelas. Y un dato central,
la imagen de un rompecabezas al que casi siempre le falta la pieza clave que
aclare todo el asunto. Y algo y mucho de eso hay y se muestra en esta colección,
-cuyo perfecto ensamblaje hace que la lectura inicial engañosamente liviana,
con el correr de los cuentos vaya ganando intensidad y termine de manera
absolutamente conmovedora- porque en muchos de estos relatos es precisamente
esa pieza la que falta y se esconde entre las distintas voces que en locaciones
que mayoritariamente pertenecen al espacio público -la calle, hospitales y
hoteles, zonas de circulación anónima- se acumulan, testimonian y dan forma y
deforman las distintas versiones que cruzan algunas de estas historias y dan
como resultado textos de una subjetividad extrema. Aún, como en el “experimental”
Adiós al adiós una única voz
narradora puede desdecirse permanentemente y alterar las versiones de un mismo hecho.
¿Qué cuentan estas historias?
¿Cuál es el tema medular que subyace bajo esta superficie construida con una
escritura llana y directa? Narran la soledad y sus sombras, las rupturas
amorosas y sus desencuentros angustiantes, el vacío interminable después de la
violencia, la incomunicación, la distancia irreconciliable entre la certeza de
la propia mortalidad y los distintos discursos científicos y burocráticos, la
muerte y las siluetas fantasmales que la convocan, con un estilo que, como
acertadamente leí en alguna reseña, “adelgaza el lenguaje hasta que solo queda
un fina y cortante línea de significantes que emerge en el texto en carne viva,
sin contaminación estética”. Son fuerzas poderosas que empujan la trama hacia
una incertidumbre casi irreversible. Entremezclado con ellas el humor aliviana
el tono y paradójicamente logra un clima
aún más amargo. Dixon es un escritor con una visión desesperada y pesimista del
mundo, en sus cuentos, la violencia es el destilado crudo de esa mirada. De a
ratos contenida, cuando se desata es impiadosa. Tal vez el ejemplo más claro del
libro sea El intruso, donde en el
espacio cerrado e intimo de un departamento, se cuenta con un grado de detalle
pavoroso, la violación de una mujer frente a su novio que en algún momento de
la trama es obligado por el agresor a participar del horror, este hecho hace
que, por momentos el lector tenga la incómoda sensación de estar observando un
juego sexual y macabro consentido por la pareja.
Es difícil elegir uno solo de
estos cuentos, sin embargo corte me
parece absolutamente representativo del “el método Dixon”: otra vez las voces
que se cruzan y la confirmación que, ante la degradación del cuerpo y la inminencia de la muerte, la soledad es
infinita y el lenguaje un cuerpo inerte que lucha por comunicar lo indecible.
D.Z.