_”Camarada Ivanov, la historia hay que
contarla de una manera que refleje la verdad revolucionaria”.
“La lucha más importante de la vida no se
libraba para controlar los acontecimientos, sino la forma de recordarlos”
Hasta donde sé Ken kalfus (Nueva
York, 1954) lleva publicados tres libros de cuentos y tres novelas, dos de
ellas, la que aquí nos ocupa y la comedia negra sobre el 11 S, Un trastorno propio de este país fueron
traducidas y editadas por la editorial Tusquest. Por lo demás, Kalfus es un
casi perfecto desconocido en Argentina.
Thirst su debut de 1998, fue elegido por el The New York Times Book
Review como uno de los libros del año. Y quien quiera tener un acercamiento
mínimo a esa colección de cuentos, hará bien en buscar la antología de autores
norteamericanos Generación quemada
(editorial Siruela) donde su cuento Los
centros comerciales invisibles, brilla entre textos de firmas más conocidas
y reconocidas, llámense Jefrey Eugenides, Dave Eggers o David Foster Wallace. En
el Kalfus rinde homenaje a Italo Calvino y a sus ciudades invisibles de la mano
de un Marco Polo que viaja por el imperio y explora las populosas ciudades de
costumbres milenaristas y consumistas de los Shopping Centers. De ahí que algún
apresurado haya definido a Kalfus como una mezcla de “Updike, Calvino y Kafka”. Su
segundo libro de cuentos, Pu- 239 and
other russian fantasies, se publicó un año después y buena parte de sus
historias se centran y se desarrollan en Rusia, una obsesión que persigue a
Kalfus y que se engrandece y se traslada a su primera y extraordinaria novela: The Commissariat of Enlightenment. El parpadeo eterno en la versión de Ana Herrera su traductora al español. En este contexto, no resulta
un dato menor consignar aquí, que Kalfus contrajo matrimonio con una mujer rusa
y que vivió en Moscú entre 1994 y 1998.
El parpadeo eterno es, si se me
permite la definición, una novela histórica. Y subrayo la duda y la precaución,
porque, quien esto escribe no sabe a ciencia cierta a que cosa se la etiqueta
de esa manera. La historia, más
allá del dato duro, la rigurosidad de
los documentos historiográficos y la certeza
de las fechas, fue, -es- desde siempre, una moldeable y muy elástica materia
narrativa. De todas formas, supongo, aquí se hallan los elementos de aquello que
establece los límites del género: Investigación histórica, un fondo de hechos y
sucesos más o menos ciertos y un conjunto de personajes reales y ficcionales
que terminan por conforman un reparto ejemplar para una trama cronológicamente
ascendente y narrativamente vertiginosa.
La novela está dividida en dos
secciones, Pre y Post: las mismas se corresponden a los años que delimitan uno
de los acontecimientos centrales e inaugurales del siglo XX, la revolución Rusa.
La narración se inicia en el año 1910 con la agonía de León Tolstoi, figura totémica
de la literatura rusa y de alguna manera esa sección, la más larga del libro,
funciona como núcleo de la trama y como si de una representación teatral se
tratara, el acto donde se presentan los personajes centrales y se vislumbra el
centro del conflicto narrativo. Ahí, en el escenario de la estación de trenes
de Astapovo, pueblo rural en las afuera de Tula, se encuentran, Lenin, Josef
Stalin, el embalsamador y anatomista Vladimir Petrovich Vorobev y un joven camarógrafo
de expectante mirada hacia el futuro llamado Nikolai Gribshin, todos, o casi
todos, seguros de lo que allí van a
buscar. Y el casi corresponde y señala al joven Gribshin, que a través de la
odisea que le significa filmar los últimos momentos del célebre conde, descubre
su destino y el gran poder del cine a través de la imagen y su manipulación. De
alguna manera para Gribshin la muerte de Tolstoi representa también el fin de
una forma de contar y el nacimiento de otra de mayor poder testimonial y más eficaz
a la hora de generar sentido. Kalfus, con mano maestra y en escenas memorables,
no solo narra los convulsionados años de la revolución bolchevique y sus
tensiones internas, sino también, la expectativa que generaba la llegada del
nuevo siglo, un nuevo umbral, la visión de un futuro sin límites en el
horizonte donde los hombres de ciencias serian “los sumos sacerdotes de una
nueva religión” y esa nueva religión, la que llegaba con la electricidad y el nuevo
orden impuesto, suplantaría a la otra, reemplazaría su iconografía y a su mito
fundante y sería capaz de vencer a la
muerte de una buena vez y para siempre. Pero
por sobre todas las cosas, tras ese fondo de convulsión política y nieves inclementes, la novela –tal como señalé
más arriba- da cuenta de la transformación de Nicolás Gribshin: de joven camarógrafo
a burócrata miembro del Comisariado de Instrucción Pública. En sus manos,
aquello que devino pesadilla global, debía ser travestido en hermoso sueño colectivo. Exculpando al ideario socialista y protegiendo
las sensibilidades ideológicas, así lo definió un reseñista del suplemento
Babelia: “el autentico eslabón perdido entre la utopía socialista y la praxis
soviética”.