Lo mejor de la obra de Truman Capote descansa a la sombra de A sangre fría. Su gestación fue tan tortuosa para el escritor, como demencial y desmedido su éxito posterior. Después de ese libro, Capote no hizo más que prometer una novela de la que solo escribió algunos capítulos. Plegarias atendidas sería un gran fresco social a la altura de En busca del tiempo perdido, declaraba Capote donde pudiera. Los capítulos publicados póstumamente fueron lo único que había. Nada se encontró después de su muerte.
Antes y después de A sangre fría hubo la obra de un estilista. Capote fue uno de esos escritores que se apropian del lenguaje y encuentran su voz de manera temprana. A lo largo de su trayectoria no hizo más que comprimir y perfeccionar esa entonación. Del trayecto y del arco histórico de un estilo, de sus inicios como alumno aventajado del gótico sureño –no sé por qué, no me tomé el trabajo de releerlos, puede que sea el recuerdo de una atmósfera compartida, pero nada me cuesta sentir un eco lejano y asordinado de la poderosa voz de William Faulkner en cuentos como Niños en sus cumpleaños- a la textura aérea y liviana de la prosa de sus últimos trabajos, da cuenta, entre otras cosas, el prefacio que Capote escribió como entrada a Música para camaleones.
Libro de estructura híbrida y espacios autónomos, Música para camaleones es lo último y lo mejor que entregó el autor de Desayuno en Tiffany´s. Una especie de suma estilística. En él Capote trabaja con todos los géneros que abordó en su carrera: una colección de cuentos inquietantes, una novela corta de perfecta concisión y atmósfera aterradora escrita con la técnica de no fiction de A sangre fría, una serie de relatos y pérfiles periodísticos y un autorretrato despiadado y conmovedor que de alguna manera encuentra su sentido último en las palabras que Capote utilizó en el prefacio antes mencionado: “Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y este sólo tiene por finalidad la autoflagelación”.
Música para camaleones muestra las marcas lacerantes que el látigo de Dios dejó en el alma atormentada de Truman Capote.
Diego Zappa
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