jueves, 29 de diciembre de 2011
martes, 27 de diciembre de 2011
LIteratura y ciudad (12)
La cosa
Abelardo Castillo
La Cosa está ahí, sentada en mi sillón Voltaire, frente a esta mesa, y entrecerrando soñadoramente sus ojitos joviales y malévolos me dice con la cabeza que sí, que puedo contar esta historia, empezarla por donde debo empezar y escribir cuánto me gustaban esos viejos bares de Buenos Aires, un poco sórdidos, que, como los zaguanes y los patios, inexorablemente han ido desapareciendo hasta los suburbios de la ciudad. Despachos de bebidas, se llamaban antes. Cada día que pasa quedan menos, pero si uno sabe buscarlos todavía puede encontrar alguno en la recova del Once, en los alrededores del puente Pueyrredon o en una cortada de Pompeya. La fórmica ha hecho retroceder a la madera, y el buen olor del vino tinto y del tabaco negro va siendo reemplazado por el de la pizza y el de las hamburguesas; pero todavía quedan algunos.
Abelardo Castillo
La Cosa está ahí, sentada en mi sillón Voltaire, frente a esta mesa, y entrecerrando soñadoramente sus ojitos joviales y malévolos me dice con la cabeza que sí, que puedo contar esta historia, empezarla por donde debo empezar y escribir cuánto me gustaban esos viejos bares de Buenos Aires, un poco sórdidos, que, como los zaguanes y los patios, inexorablemente han ido desapareciendo hasta los suburbios de la ciudad. Despachos de bebidas, se llamaban antes. Cada día que pasa quedan menos, pero si uno sabe buscarlos todavía puede encontrar alguno en la recova del Once, en los alrededores del puente Pueyrredon o en una cortada de Pompeya. La fórmica ha hecho retroceder a la madera, y el buen olor del vino tinto y del tabaco negro va siendo reemplazado por el de la pizza y el de las hamburguesas; pero todavía quedan algunos.
miércoles, 21 de diciembre de 2011
Norah Lange
Los textos de Antes que mueran (1944) dan forma a un dispositivo de lectura que descentra la mirada y revela el lado perturbador e inquietante de las cosas. Extraños, abstractos, inclasificables estos relatos suspenden el sentido y en ocasiones nos regresan a un inmóvil terror infantil.
No, no duermo, porque sus nombres están allí hacinados, sin fronteras, buscando un hueco bajo la almohada o deslizándose para adherirse a los restos de los rostros desencajados que se filtran por la puerta. "Duerme bien"- me dice-, y la puerta se cierra, apretando una mano que no tuvo tiempo. Y no duermo, porque las paredes se angostan, simplemente, sin causar disturbios. Tendría que encontrar el modo de hacerlas regresar. Entonces cierro los ojos y las siento retornar a su sitio, en la oscuridad, mientras yo me alargo, lleno el cuarto con mi solo nombre que se estira y que soy yo, comprimida, con la mano bajo la almohada. Duerme bien. ¡Es tan simple volverse del lado de la pared que se recoge o estremece! Pienso en el gesto triste de volverse hacia una pared que no espera sino que sale al encuentro de su propio sobresalto, mientras no duermo, con los ojos cerrados, dándole tiempo a que cruce el cuarto, que pase sin tropezar entre la mesa y la silla. Duerme bien, duerme bien, mientras me aproximo al espejo, estirándome dentro de mi nombre ahora que la pared ha vuelto a su sitio. Duerme bien, y no duermo, y siento deseos de llorar porque falta tanto para que la pared y los rostros y los ruidos sueltos recobren su verdadera e indiferente entereza. Duerme bien, y no duermo, y prefiero abrir los ojos antes de que mi mano se sumerja para siempre en el espejo.
No, no duermo, porque sus nombres están allí hacinados, sin fronteras, buscando un hueco bajo la almohada o deslizándose para adherirse a los restos de los rostros desencajados que se filtran por la puerta. "Duerme bien"- me dice-, y la puerta se cierra, apretando una mano que no tuvo tiempo. Y no duermo, porque las paredes se angostan, simplemente, sin causar disturbios. Tendría que encontrar el modo de hacerlas regresar. Entonces cierro los ojos y las siento retornar a su sitio, en la oscuridad, mientras yo me alargo, lleno el cuarto con mi solo nombre que se estira y que soy yo, comprimida, con la mano bajo la almohada. Duerme bien. ¡Es tan simple volverse del lado de la pared que se recoge o estremece! Pienso en el gesto triste de volverse hacia una pared que no espera sino que sale al encuentro de su propio sobresalto, mientras no duermo, con los ojos cerrados, dándole tiempo a que cruce el cuarto, que pase sin tropezar entre la mesa y la silla. Duerme bien, duerme bien, mientras me aproximo al espejo, estirándome dentro de mi nombre ahora que la pared ha vuelto a su sitio. Duerme bien, y no duermo, y siento deseos de llorar porque falta tanto para que la pared y los rostros y los ruidos sueltos recobren su verdadera e indiferente entereza. Duerme bien, y no duermo, y prefiero abrir los ojos antes de que mi mano se sumerja para siempre en el espejo.
viernes, 16 de diciembre de 2011
Comienzos
El viento, húmedo, rastrero, viene del fondo: de lo que se conoce como lago muerto. Un pozo grande, de aguas estancadas, donde desagota la depuración. Ese viento, es inevitable, trae un olor pesado. Las cosas se pudren ahí, a un costado de la calle. Pero el olor no llega al pueblo tan fuerte como se respira en esta quinta, entre los árboles del monte, o en las Ruinas de enfrente. El olor se diluye, en el viaje. Se mezcla con otros olores: con la nafta de YPF, con el hinojo de los baldíos que cultivan, con la voluta agria de las hojas quemadas. Y entonces lo que llega al centro (para golpear los peinados de las mujeres que salen del bingo con ganas de revancha; y las caras de los tres o cuatro tipos que ahora deben estar en La Perla, sentados en la vereda y envidiando algún auto estacionado, de culata, en la plaza) es un aroma en forma de humo, arrastrado por el viento, que apenas se parece al caucho quemado.
La descomposición
Hernán Ronsino
La descomposición
Hernán Ronsino
jueves, 8 de diciembre de 2011
Literatura y ciudad (11)
El otro cielo
Julio Cortázar
(...) En todo caso bastaba ingresar en la deriva placentera del ciudadano que se deja llevar por sus preferencias callejeras, y casi siempre mi paseo terminaba en el barrio de las galerías cubiertas, quizá porque los pasajes y las galerías han sido mi patria secreta desde siempre. Aquí, por ejemplo, el Pasaje Guemes, Territorio ambiguo donde ya hace tanto tiempo fui a quitarme la infancia como un traje usado. Hacia el año veintiocho, el Pasaje Güemes era la caverna del tesoro en que deliciosamente se mezclaban la entrevisión del pecado y las pastillas de menta, donde se voceaban las ediciones vestertinas con crímenes a toda página y ardían las luces de la sala del subsuelo donde pasaban inalcanzables películas realistas. Las josiane de aquellos días debían mirarme con un gesto entre maternal y divertido, yo con unos miseables centavos en el bolsillo pero andando como un hombre, el chambergo requintado y las manos en los bolsillos, fumando un Commander precisamente porque mi padastro me había profetizado que acabaría ciego por culpa del tabaco rubio. Recuerdo sobre todo olores y sonidos, algo como una expectativa y una ansiedad, el kiosco donde se podían comprar revistas con mujeres desnudas y anuncios de falsas manicuras, y ya entonces era sensible a ese falso cielo de estucos y claraboyas sucias, a esa noche artificial que ignoraba la estupidez del día y del sol ahí afuera. Me asomaba con falsa indiferencia a las puertas del pasaje donde empezaba el último misterio, los suyos ascensores que llevarían a los consultorios de enfermedades venéreas y tambien a los presuntos paraísos en lo más alto, con mujeres de la vida y amorales, como les llamaban los diarios, con bebidas preferentemente verdes en copas biseladas, con batas de seda y kimonos violeta, y los departamentos tendrían el mismo perfume que salía de las tiendas que yo creía elegantes y que chisporroteaban sobre la penumbra del pasaje un bazar inalcanzable de frascos y cajas de cristal y cisnes rosa y polvos rachel y cepillos de mangos transparentes.
Todavía hoy me cuesta cruzar el pasaje Güemes sin enternecerme irónicamente con el recuerdo de la adolescencia al borde de la caída; la antigua fascinación perdura siempre, y por eso me gustaba echar a andar sin rumbo fijo, sabiendo que en cualquier momento entraría en la zona de las galerias cubiertas, donde cualquier sordida botica polvorienta me atraía más que los escaparates tendidos a la insolencia de las calles abiertas. La Galerie Vivienne, por ejemplo, o el Passage des Panoramas con sus ramificaciones, sus cortadas que rematan en una librería de viejo, o una inexplicable agencia de viajes donde quizá nadie compró nunca un billete de ferrocarril, ese mundo que ha optado por un cielo próximo, de vidrios sucios y estucos con figuas alegóricas que tienden las manos para ofrecer una guirnalda, esa Galerie Vivienne a un paso de la ignomia diurna de la rue Réaumur y de la Bolsa ( yo trabajo en la Bolsa), cuánto de ese barrio ha sido mio desde siempre, desde mucho antes de sospecharlo ya era mio cuando apostado en un rincón del Pasaje Güemes, contando mis pocas monedas de estudiante, debatía el problema de gastarlas en un bar automático o comprar una novela y un surtido de caramelos ácidos en su bolsa de papel transparente, con un cigarrillo que me nublaba los ojos y en el fondo del bolsillo, donde los dedos lo rozaban a veces, el sobrecito del preservativo comprado con falsa desenvoltura en una farmacia atendida solamente por hombres, y que no tendría la menos oportunidad de utilizar con tan poco dinero y tanta infancia en la cara.
Julio Cortázar
(...) En todo caso bastaba ingresar en la deriva placentera del ciudadano que se deja llevar por sus preferencias callejeras, y casi siempre mi paseo terminaba en el barrio de las galerías cubiertas, quizá porque los pasajes y las galerías han sido mi patria secreta desde siempre. Aquí, por ejemplo, el Pasaje Guemes, Territorio ambiguo donde ya hace tanto tiempo fui a quitarme la infancia como un traje usado. Hacia el año veintiocho, el Pasaje Güemes era la caverna del tesoro en que deliciosamente se mezclaban la entrevisión del pecado y las pastillas de menta, donde se voceaban las ediciones vestertinas con crímenes a toda página y ardían las luces de la sala del subsuelo donde pasaban inalcanzables películas realistas. Las josiane de aquellos días debían mirarme con un gesto entre maternal y divertido, yo con unos miseables centavos en el bolsillo pero andando como un hombre, el chambergo requintado y las manos en los bolsillos, fumando un Commander precisamente porque mi padastro me había profetizado que acabaría ciego por culpa del tabaco rubio. Recuerdo sobre todo olores y sonidos, algo como una expectativa y una ansiedad, el kiosco donde se podían comprar revistas con mujeres desnudas y anuncios de falsas manicuras, y ya entonces era sensible a ese falso cielo de estucos y claraboyas sucias, a esa noche artificial que ignoraba la estupidez del día y del sol ahí afuera. Me asomaba con falsa indiferencia a las puertas del pasaje donde empezaba el último misterio, los suyos ascensores que llevarían a los consultorios de enfermedades venéreas y tambien a los presuntos paraísos en lo más alto, con mujeres de la vida y amorales, como les llamaban los diarios, con bebidas preferentemente verdes en copas biseladas, con batas de seda y kimonos violeta, y los departamentos tendrían el mismo perfume que salía de las tiendas que yo creía elegantes y que chisporroteaban sobre la penumbra del pasaje un bazar inalcanzable de frascos y cajas de cristal y cisnes rosa y polvos rachel y cepillos de mangos transparentes.
Todavía hoy me cuesta cruzar el pasaje Güemes sin enternecerme irónicamente con el recuerdo de la adolescencia al borde de la caída; la antigua fascinación perdura siempre, y por eso me gustaba echar a andar sin rumbo fijo, sabiendo que en cualquier momento entraría en la zona de las galerias cubiertas, donde cualquier sordida botica polvorienta me atraía más que los escaparates tendidos a la insolencia de las calles abiertas. La Galerie Vivienne, por ejemplo, o el Passage des Panoramas con sus ramificaciones, sus cortadas que rematan en una librería de viejo, o una inexplicable agencia de viajes donde quizá nadie compró nunca un billete de ferrocarril, ese mundo que ha optado por un cielo próximo, de vidrios sucios y estucos con figuas alegóricas que tienden las manos para ofrecer una guirnalda, esa Galerie Vivienne a un paso de la ignomia diurna de la rue Réaumur y de la Bolsa ( yo trabajo en la Bolsa), cuánto de ese barrio ha sido mio desde siempre, desde mucho antes de sospecharlo ya era mio cuando apostado en un rincón del Pasaje Güemes, contando mis pocas monedas de estudiante, debatía el problema de gastarlas en un bar automático o comprar una novela y un surtido de caramelos ácidos en su bolsa de papel transparente, con un cigarrillo que me nublaba los ojos y en el fondo del bolsillo, donde los dedos lo rozaban a veces, el sobrecito del preservativo comprado con falsa desenvoltura en una farmacia atendida solamente por hombres, y que no tendría la menos oportunidad de utilizar con tan poco dinero y tanta infancia en la cara.
lunes, 5 de diciembre de 2011
Sociedades de control
por Jorge Mosqueira para La nación
Microsoft avanza y, mientras su fundador se dedica a la filanpropía, la empresa propone nuevos programas que no son,precisamente, muy alentadores respecto del mejoramiento de la calidad de vida. Hace pocos días presentó una solicitud de patente de su sistema Kinect que detectará y controlará todas las conductas y emociones de los empleados durante la jornada laboral. Lo que empezó como un videpjuego se convirtió en algo más serio. La justificación que consta en la solicitud de patente se apoya en que "las conductas corporativas pueden ser monitoreadas, analizadas e influenciadas por un sistema multimodal". Implica detectar cuánto tiempo se dedica al correo electrónico, a la navegación por Internet o a las distintas aplicaciones.
Pero no termina aquí su prestación. También es posible registrar los gestos, las conversaciones, la vestimenta y otros detalles físicos que pueden revelar conductas o sentimientos inaceptables. Lo cual alerta al departamento de recursos humanos sobre posibles confictos o desvíos respecto de lo esperado. Otro de los rasgos positivos, según Microsoft, es que se convierte en una posibilidad de mejora para el empleado que desee superarse, lograr sus metas y, por lo tanto, ser más féliz(...)
Microsoft avanza y, mientras su fundador se dedica a la filanpropía, la empresa propone nuevos programas que no son,precisamente, muy alentadores respecto del mejoramiento de la calidad de vida. Hace pocos días presentó una solicitud de patente de su sistema Kinect que detectará y controlará todas las conductas y emociones de los empleados durante la jornada laboral. Lo que empezó como un videpjuego se convirtió en algo más serio. La justificación que consta en la solicitud de patente se apoya en que "las conductas corporativas pueden ser monitoreadas, analizadas e influenciadas por un sistema multimodal". Implica detectar cuánto tiempo se dedica al correo electrónico, a la navegación por Internet o a las distintas aplicaciones.
Pero no termina aquí su prestación. También es posible registrar los gestos, las conversaciones, la vestimenta y otros detalles físicos que pueden revelar conductas o sentimientos inaceptables. Lo cual alerta al departamento de recursos humanos sobre posibles confictos o desvíos respecto de lo esperado. Otro de los rasgos positivos, según Microsoft, es que se convierte en una posibilidad de mejora para el empleado que desee superarse, lograr sus metas y, por lo tanto, ser más féliz(...)
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