viernes, 16 de diciembre de 2011

Comienzos

El viento, húmedo, rastrero, viene del fondo: de lo que se conoce como lago muerto. Un pozo grande, de aguas estancadas, donde desagota la depuración. Ese viento, es inevitable, trae un olor pesado. Las cosas se pudren ahí, a un costado de la calle. Pero el olor no llega al pueblo tan fuerte como se respira en esta quinta, entre los árboles del monte, o en las Ruinas de enfrente. El olor se diluye, en el viaje. Se mezcla con otros olores: con la nafta de YPF, con el hinojo de los baldíos que cultivan, con la voluta agria de las hojas quemadas. Y entonces lo que llega al centro (para golpear los peinados de las mujeres que salen del bingo con ganas de revancha; y las caras de los tres o cuatro tipos que ahora deben estar en La Perla, sentados en la vereda y envidiando algún auto estacionado, de culata, en la plaza) es un aroma en forma de humo, arrastrado por el viento, que apenas se parece al caucho quemado.

La descomposición
Hernán Ronsino

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