Leyendo a Proust se aprende a leer
En cierto momento la lectura de
Proust deja de ser una experiencia autónoma y una decisión deliberada, es
decir, el texto se impone sobre la voluntad del lector y modifica la traza de
su plan rector. Eso -se me ocurre
ahora- es una de las características que definen a aquellos libros que la
historia de los consensos críticos ha dado en definir como “clásicos”. Imponen
su ritmo.
El estilo de Proust se cimenta en
la duración de la frase (Proust es sobre todo una forma de escritura, una
sintaxis) lo que hace que el ritmo de lectura sea lento y atento y que por
momentos haya que desandar el camino y volver atrás para recuperar y reorganizar las ideas.
De no ser así, se corre el riesgo de naufragar en el vértigo de su estilo
caudaloso y en el desconcierto sintáctico de la frase proustiana.
El estilo torrencial y reflexivo
de Proust no siempre depende del efecto disparador del recuerdo como relámpago,
también la contemplación de una catedral, un cuadro o de un grupo de muchachas
en flor caminando despreocupadas por las playas de Balbec, puede poner en
funcionamiento un acelerado mecanismo tentacular y digresivo de ideas y
reflexiones.
Parte del universo de En busca del tiempo perdido: La
memoria involuntaria, la práctica de la observación permanente, las reflexiones
sobre el sistema de interrelación y comportamiento burgués en una sociedad
fronteriza entre dos siglos y el arte como estímulo directo, casi primario para
interpretar y darle forma y sentido al mundo. El amor, los celos, el deseo.
Al comienzo del capítulo dos de
la segunda parte, el narrador de El
congreso de literatura de Cesar Aira se concentra en “atenuar” su
hiperactividad cerebral. Esa
hiperactividad –me parece- es la que de manera inevitable desborda al narrador
de la novela de Proust.
Proust como Joyce es también una
conciencia narrativa. Ahí donde el irlandés se desboca y perfora la superficie del lenguaje,
Proust se arroja sobre él y lo exprime hasta el abuso. Hace del idioma
francés un material elástico y desconcertante.
De esa manera pone a prueba la paciencia del lector. Proust complejiza y
disgrega el trayecto hacia el significado. Joyce quiere clausurarlo.
Caprichosamente lo sé, algunas
entradas del Borges de Bioy Casares
me recuerdan escenas de En busca del tiempo
perdido. Es -entre otras cosas- una disección cruel y brutal de la
burguesía ilustrada argentina de mediados del siglo XX: de sus relaciones y del
sistema de creencias, alianzas y conspiraciones
que las sostenían. Esa beligerancia también está en Proust, salvo que
sus personajes, el torbellino de ideas y la belleza de su prosa asordinan ese
efecto de incomodidad e indignación que el libro de Bioy provocó en algunos
lectores “desprevenidos e inocentes”. En vida, pudorosamente tuvieron el buen
tino de esconder y camuflar sus juicios,
Bioy en un diario íntimo y Proust en su novela, genero este último, más
permeable a la ambigüedad y claro, algo menos reprochable.
D.Z.
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