lunes, 20 de noviembre de 2017

Juan Forn

El último libro de ficción que escribió Juan Forn se editó hace exactamente diez años y sus corazones cautivos son protagonistas de un mito familiar. Después de María Domecq Forn no publicó ficción y al menos en las entrevistas que concedió no ha dado señales claras de estar escribiendo nuevo material en ese registro. Desde entonces sus notas para el suplemento Radar de Página/12 y las contratapas de los viernes ocuparon todo su interés como escritor. Sin embargo tanto María Domecq como los “ensayos” de La tierra elegida, son el resultado del trabajo y la manipulación bien entendida que Juan Forn ha hecho de la materia con la que inclaudicablemente viene trabajando desde la publicación de su primera novela: las historias. De ahí que Forn sea al menos para mí y por todas buenas razones, un escritor certero y conservador, es decir, el objeto de su obra estaba claro y definido desde sus comienzos. La forma para Forn no es un fin en sí mismo, es el vehículo que le permite contar una historia de la mejor manera posible y en ese sentido Forn es -si se me permite el viscachazo- el feliz y acaso único sobreviviente de aquella batalla estética y mercantilista entre babélicos y planetarios.
La contratapa de La tierra elegida viene acompañada de la siguiente aclaración: “Para quienes quieran saber cómo era la vida de Forn en Villa Gesell antes de Los viernes y de María Domecq, he aquí la respuesta” y esa aclaración de alguna manera redunda en aquello que los lectores de Forn saben de antemano, que las notas que reúne este volumen que condensa en un solo libro lo ya publicado en uno anterior del mismo nombre y en Ningún hombre es una isla son la forma extendida de las contratapas de Página/12 y que dentro contienen el punto de partida hacia María Domeqc. Por lo demás el libro cierra con ese antecedente. El texto (jibarizado en la novela) lleva como título La malquerida y es de todos los incluidos en la selección el más largo y personal, en él y a través de distintos planos narrativos que incluyen la historia del arte y el registro autobiográfico, Juan Forn da cuenta de los pormenores de la creación y el estreno de Madame Buterfly, las circunstancias y las razones que lo llevaron a indagar en la historia familiar que terminó con la escritura de su novela y en las presiones laborales que significaron su colapso personal y que por prescripción médica devino en la elección de una nueva tierra elegida.
Ahora bien, ¿qué hace que un libro como La tierra elegida, se vuelva una lectura adictiva y urgente para un lector que, como es mi caso, casi no lee crónicas y que frente a la especificidad temática del ensayo presenta una conducta algo reactiva? La respuesta está en lo anteriormente señalado, Forn parece tener un ojo implacable para iluminar aquellas zonas que transforman  una vida o un acontecimiento en materia narrativa, y como todo buen narrador es en la indagación de las historias y los secretos que hay detrás de sus protagonistas (sean estos escritores caídos en desgracia, artistas plásticos o cineastas) donde encuentra la clave en apariencia invisible que las transforma en relato.
Pero no es sólo eso o al menos no lo es todo, el libro funciona también como una guía de lectura en la que (como en toda guía) predomina el gusto personal y la arbitrariedad, nombres como el del japonés Yasunari Kawabata, las hermanas Mitford o el escritor norteamericano John Crowley señalan una búsqueda que, se me ocurre ahora, no pocas veces está regida por el hallazgo azaroso. Sin embargo, esa misma guía presenta si se quiere otro territorio acaso mejor delimitado, ahí el lector puede hallar un mapa referencial de buena parte de lo mejor de la literatura europea, sobre todo de aquella que se produjo en esa formidable etapa de cambio político y global encerrada a sangre y fuego entre la primera y la segunda guerra mundial. Y acá es necesario redundar en el recurso de identificar y señalar algunos nombres propios: Lev Tolstói, Isaak Babel, Joseph Brodsky, Boris Pilniak, Vasili Grossman, Sandor Marai, Joseph Roth y Norman Manea entre otros dan cuenta de otra forma de leer, metódica y programática. Absolutamente personal.
Diego Zappa


domingo, 19 de febrero de 2017

Casa de muñecas

Las chicas, el debut literario de Emma Cline es una novela de iniciación. Sin embargo, puede también incluirse en ese subgénero de la literatura norteamericana que se nutre de material histórico y en especial de crímenes que a fuerza de impacto mediático y social y de violencia desmedida terminan transformándose en oscuros mojones culturales, Libra de Don Dedillo y A sangre fría de Truman Capote son buenos y grandes ejemplos. La referencia histórica con la que trabaja Cline en su novela son los asesinatos cometidos por la familia Mason en la casa que alquilaban Roman Polanski y su esposa Sharon Tate en Los ángeles la noche del 9 de agosto de 1969.
Evie, la protagonista y la voz narradora que divide el relato en dos planos temporales es una adolescente de catorce años que vive con su madre separada (y por ese mismo hecho colapsada y algo a la deriva, la misma deriva imprecisa que sufre la propia Evie en la medianía de su vida, partida en dos por la experiencia ferozmente vital y abrumadora que en aquel tórrido verano la marcó a fuego y para siempre)  que pasa sus días entre la casa de su mejor amiga y la suya propia a la espera de viajar a un internado a proseguir sus estudios. Esa espera,  entre cigarrillos de mariguana, canciones como mensajes encriptados, una vida confortable  y el despertar sexual, es un tedio perturbado por el umbral que separa a la niña de la adolescente: un umbral que los hombres transitamos por sus bordes  y por el que solo podemos realizar una exploración torpe y a ciegas.  Y es ahí, en ese territorio impreciso y resbaladizo donde se apoya el eje central del relato.
En uno de sus tantos paseos por el parque, Evie conoce a unas chicas hippies y se fascina con ellas, en especial con la mayor, Suzanne. Su belleza y su libertad le parecen esconder un misterio indescifrable y encantador, y que contrariamente a lo que algún crítico señaló como una falla que afecta directamente a la credibilidad de la “pasión que Evie siente por ella”, para quien esto escribe, ese misterio que apenas sugiere una arista trágica hace que la dimensión del personaje logre una fuerte encarnadura humana , después de todo, se me ocurre ahora, que es la pasión sino una de las formas más extremas del misterio. Finalmente y después de un frustrado rito de iniciación que posiblemente sea la llave para entender uno de los hechos culminantes de la historia, Evie se suma al grupo y es llevada al rancho y conoce a Russell, músico frustrado y líder mesiánico.
A partir de entonces, la novela discurre en planos binarios: por un lado la existencia que transcurre entre el rancho y la casa de su madre y que funciona para Evie como un espejo roto e invertido que refleja su vida asfixiante y tediosa en el pueblo de Petaluma donde tiene que lidiar con la ruptura de su mejor amiga y el divorcio de sus padres,  y por el otro, la aventura en el rancho liderado por Russell cuyo deslumbramiento que sienten y le profesan sus habitantes, en el caso de Evie está desplazado hacia las chicas y en especial hacia Suzanne, centro gravitacional del universo femenino de la comunidad. Emma Cline escapa a la tentación del impacto fácil y evita emplazar la trama en la figura de Russell, que es aquí un personaje periférico y la centra en la relación de las adolescentes del rancho, muñecas frágiles  y solitarias y de una violencia contenida que estallará con una furia demencial. Entregada a ese grupo de mujeres jóvenes y especialmente a Suzanne, Evie experimentará con drogas y conocerá el sexo como herramienta de poder y manipulación. El otro plano ya lo mencioné antes, es la voz narradora y su punto de vista, uno desde la actualidad y el otro desde el mismo año en que ocurrieron los acontecimientos, ambos registros en algún momento se entrecruzan y se contaminan y la voz de la Evie adolescente  tiende a confundirse con las reflexiones de la adulta. O viceversa.

Diego Zappa