Las
chicas, el debut literario de Emma
Cline es una novela de iniciación. Sin embargo, puede también incluirse en ese subgénero de la
literatura norteamericana que se nutre de material histórico y en especial de
crímenes que a fuerza de impacto mediático y social y de violencia desmedida terminan
transformándose en oscuros mojones culturales, Libra de Don Dedillo y A sangre fría de Truman Capote son
buenos y grandes ejemplos. La referencia histórica con la que trabaja Cline en
su novela son los asesinatos cometidos por la familia Mason en la casa
que alquilaban Roman Polanski y su esposa Sharon Tate en Los ángeles la noche del
9 de agosto de 1969.
Evie,
la protagonista y la voz narradora que divide el relato en dos planos
temporales es una adolescente de catorce años que vive con su madre separada (y
por ese mismo hecho colapsada y algo a la deriva, la misma deriva imprecisa que
sufre la propia Evie en la medianía de su vida, partida en dos por la
experiencia ferozmente vital y abrumadora que en aquel tórrido verano la marcó a
fuego y para siempre) que pasa sus días
entre la casa de su mejor amiga y la suya propia a la espera de viajar a un
internado a proseguir sus estudios. Esa espera, entre cigarrillos de mariguana, canciones como mensajes
encriptados, una vida confortable y el
despertar sexual, es un tedio perturbado por el umbral que separa a la niña de
la adolescente: un umbral que los hombres transitamos por sus bordes y por el que solo podemos realizar una
exploración torpe y a ciegas. Y es ahí,
en ese territorio impreciso y resbaladizo donde se apoya el eje central del relato.
En
uno de sus tantos paseos por el parque, Evie conoce a unas chicas hippies y se
fascina con ellas, en especial con la mayor, Suzanne. Su belleza y su libertad
le parecen esconder un misterio indescifrable y encantador, y que contrariamente
a lo que algún crítico señaló como una falla que afecta directamente a la
credibilidad de la “pasión que Evie siente por ella”, para quien esto escribe, ese
misterio que apenas sugiere una arista trágica hace que la dimensión del
personaje logre una fuerte encarnadura humana , después de todo, se me ocurre ahora, que
es la pasión sino una de las formas más extremas del misterio. Finalmente y
después de un frustrado rito de iniciación que posiblemente sea la llave para
entender uno de los hechos culminantes de la historia, Evie se suma al grupo y
es llevada al rancho y conoce a Russell, músico frustrado y líder mesiánico.
A
partir de entonces, la novela discurre en planos binarios: por un lado la existencia
que transcurre entre el rancho y la casa de su madre y que funciona para Evie
como un espejo roto e invertido que refleja su vida asfixiante y tediosa en el
pueblo de Petaluma donde tiene que lidiar con la ruptura de su mejor amiga y el
divorcio de sus padres, y por el otro, la
aventura en el rancho liderado por Russell cuyo deslumbramiento que sienten y
le profesan sus habitantes, en el caso de Evie está desplazado hacia las chicas
y en especial hacia Suzanne, centro gravitacional del universo femenino de la
comunidad. Emma Cline escapa a la tentación del impacto fácil y evita emplazar la trama en la figura
de Russell, que es aquí un personaje periférico y la centra en la relación de
las adolescentes del rancho, muñecas frágiles
y solitarias y de una violencia contenida que estallará con una furia
demencial. Entregada a ese grupo de mujeres jóvenes y especialmente a Suzanne,
Evie experimentará con drogas y conocerá el sexo como herramienta de poder y manipulación.
El otro plano ya lo mencioné antes, es la voz narradora y su punto de vista,
uno desde la actualidad y el otro desde el mismo año en que ocurrieron los
acontecimientos, ambos registros en algún momento se entrecruzan y se contaminan y la voz de la
Evie adolescente tiende a confundirse
con las reflexiones de la adulta. O viceversa.
Diego Zappa
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