Con los codos apoyados en la barra de metal, los parroquianos del ghetto miran con mirada boba el único árbol de la plaza, sin imaginar siquiera que el bar donde se encuentran proviene, casualmente, de "barra".
En sus ojos no se refleja un árbol tal como lo pensamos, sino apenas un tronco con ramas y hojas; algo que sólo dice: acá estoy (estoy acá).
Mientras beben, miran. Y mientras miran no saben que esa figura les determina un punto de vista- los va distribuyendo silenciosamente en sus butacas.
El árbol de Saussure.
Héctor Libertella
miércoles, 30 de noviembre de 2011
lunes, 28 de noviembre de 2011
miércoles, 23 de noviembre de 2011
Literatura y ciudad (10)
Cicatrices
Juan José Saer
Veo el limpiaparabrisas rasar con ritmo regular el parabrisas sobre el que las gotitas de llovizna estallan imperceptibles cayendo de la masa blancuzca que rodea el automóvil adensándose alrededor a medida que se distancia y dejando entrever apenas las fachadas húmedas que chorrean agua y se desvanecen por momentos para reaparecer después entre los desgarramientos de la niebla, y las dos hileras de fachadas separadas por la angosta calle reluciente por la que rueda el automóvil, desplazándose hacia atrás. Los vidrios laterales están empañados; si trato de mirar por ellos, no veo más que los manchones de niebla moviéndose lentamente, las miríadas destellantes de partículas húmedas y los manchones grises o amarillos de las fachadas. En la primera esquina, un gorila solitario, envuelto en un impermeable azul y con sombrero hundido en el cráneo, de modo tal que apenas si se le ve la cara, se encoge para toser. Después paso a su lado y queda atrás.
Doblo por Mendoza, hacia donde debiera estar saliendo el sol, y el coche se desliza lento, pasando por delante de la estación de ómnibus. Hay algunos gorilas en los andenes. Se pasean o están inmóviles, junto a montones de bultos y valijas. Abiertos en el fondo, los andenes se ciegan de niebla detrás, y la sombra de la noche, que todavía no se ha esfumado del todo, contrasta con la niebla y está como deslumbrante. Una sombra lisa, densificada, pulida. Y los gorilas que mueven la cabeza o levantan una mano para pasársela por los ojos o llevarse el cigarrillo a los labios, insertan unas manchas pálidas, que desaparecen enseguida, en la penumbra negra. No hay un solo colectivo en ninguno de los andenes, y las ventanillas cerradas me impiden escuchar nada del exterior. No sé si los altoparlantes que anuncian la llegada y la salida de los colectivos se encuentran funcionando, ni si los pasos o las voces de los gorilas resonando sobre el cemento sucio de lubricante y el techo combo de los andenes, suenan altos o bajos. No escucho más que el ruido monótono del motor que cambia a veces cuando cambio la marcha para doblar en las esquinas o acelerar de golpe y apenas por un momento, ya que por distracción he oprimido un poco más el pedal del acelerador.
Doblo hacia la izquierda y paso frente al Correo que ya esta iluminado. Gorilas se pasean detrás de los ventanales de la planta baja, detrás incluso de los largos mostradores. Al rasgarse la niebla, puedo ver sus bustos desplazándose como si un carril los impulsara sobre la superficie de los mostradores. El empedrado de la avenida del puerto reluce y el coche avanza ahora con una marcha menos regular. Veo a través del parabrisas venir hacia mí las altas palmeras que relucen, envueltas en la niebla, y las columnas del alumbrado que rematan en los globos blancos que emiten una claridad débil, comida ya por la mañana. Las grandes hojas de las palmeras están inmóviles y se extienden por encima de las columnas del alumbrado. Los troncos chorrean agua. La avenida del puerto está completamente desierta. Las palmeras y los globos de alumbrado viene hacia mí y enseguida desaparecen detrás. También el empedrado húmedo avanza hacia las ruedas del automóvil y cuando paso por un hundimiento de la calle en el que se ha formado un charco de agua viene desde debajo de las ruedas un rumor líquido que se mezcla con el sumbido monótono del motor; durante un momento, el parabrisas se llena de unas gruesas salpicaduras que el limpiaparabrisas comienza a arrasar diseminándolas primero sobre el cristal en el lugar que ha golpeado, y arrastrándolas después hacia los bordes del parabrisas, dejándome el espacio suficiente para ver el camino, adelante. El espacio limpio del vidrio va borroneándose hacia los costados, y las gotitas que caen incansablemente sobre él permanecen intactas durante un momento, emitiendo una delgadísima franja de brillos, y después desaparecen.
Juan José Saer
Veo el limpiaparabrisas rasar con ritmo regular el parabrisas sobre el que las gotitas de llovizna estallan imperceptibles cayendo de la masa blancuzca que rodea el automóvil adensándose alrededor a medida que se distancia y dejando entrever apenas las fachadas húmedas que chorrean agua y se desvanecen por momentos para reaparecer después entre los desgarramientos de la niebla, y las dos hileras de fachadas separadas por la angosta calle reluciente por la que rueda el automóvil, desplazándose hacia atrás. Los vidrios laterales están empañados; si trato de mirar por ellos, no veo más que los manchones de niebla moviéndose lentamente, las miríadas destellantes de partículas húmedas y los manchones grises o amarillos de las fachadas. En la primera esquina, un gorila solitario, envuelto en un impermeable azul y con sombrero hundido en el cráneo, de modo tal que apenas si se le ve la cara, se encoge para toser. Después paso a su lado y queda atrás.
Doblo por Mendoza, hacia donde debiera estar saliendo el sol, y el coche se desliza lento, pasando por delante de la estación de ómnibus. Hay algunos gorilas en los andenes. Se pasean o están inmóviles, junto a montones de bultos y valijas. Abiertos en el fondo, los andenes se ciegan de niebla detrás, y la sombra de la noche, que todavía no se ha esfumado del todo, contrasta con la niebla y está como deslumbrante. Una sombra lisa, densificada, pulida. Y los gorilas que mueven la cabeza o levantan una mano para pasársela por los ojos o llevarse el cigarrillo a los labios, insertan unas manchas pálidas, que desaparecen enseguida, en la penumbra negra. No hay un solo colectivo en ninguno de los andenes, y las ventanillas cerradas me impiden escuchar nada del exterior. No sé si los altoparlantes que anuncian la llegada y la salida de los colectivos se encuentran funcionando, ni si los pasos o las voces de los gorilas resonando sobre el cemento sucio de lubricante y el techo combo de los andenes, suenan altos o bajos. No escucho más que el ruido monótono del motor que cambia a veces cuando cambio la marcha para doblar en las esquinas o acelerar de golpe y apenas por un momento, ya que por distracción he oprimido un poco más el pedal del acelerador.
Doblo hacia la izquierda y paso frente al Correo que ya esta iluminado. Gorilas se pasean detrás de los ventanales de la planta baja, detrás incluso de los largos mostradores. Al rasgarse la niebla, puedo ver sus bustos desplazándose como si un carril los impulsara sobre la superficie de los mostradores. El empedrado de la avenida del puerto reluce y el coche avanza ahora con una marcha menos regular. Veo a través del parabrisas venir hacia mí las altas palmeras que relucen, envueltas en la niebla, y las columnas del alumbrado que rematan en los globos blancos que emiten una claridad débil, comida ya por la mañana. Las grandes hojas de las palmeras están inmóviles y se extienden por encima de las columnas del alumbrado. Los troncos chorrean agua. La avenida del puerto está completamente desierta. Las palmeras y los globos de alumbrado viene hacia mí y enseguida desaparecen detrás. También el empedrado húmedo avanza hacia las ruedas del automóvil y cuando paso por un hundimiento de la calle en el que se ha formado un charco de agua viene desde debajo de las ruedas un rumor líquido que se mezcla con el sumbido monótono del motor; durante un momento, el parabrisas se llena de unas gruesas salpicaduras que el limpiaparabrisas comienza a arrasar diseminándolas primero sobre el cristal en el lugar que ha golpeado, y arrastrándolas después hacia los bordes del parabrisas, dejándome el espacio suficiente para ver el camino, adelante. El espacio limpio del vidrio va borroneándose hacia los costados, y las gotitas que caen incansablemente sobre él permanecen intactas durante un momento, emitiendo una delgadísima franja de brillos, y después desaparecen.
lunes, 21 de noviembre de 2011
Mirada
-Leí en un artículo que, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el ochenta por ciento de los cafés habían desaparecido de Francia-comentó Franz,lanzando una ojeada circular sobre el local. No lejos de ellos, cuatro jubilados empujaban silenciosamente unas cartas sobre una mesa de fórmica , según reglas incomprensibles que parecían pertenecer a la prehistoria de los juegos de cartas (¿la bisca,?¿El juego de los cientos?). Más allá una mujer gorda con cuperosis bebió su pastís de un trago-. La gente ha empezado ha comer en media hora, y también a beber cada vez menos alcohol; y luego el golpe de gracia ha sido la prohibición de fumar.
- Creo que todo eso va a volver, de formas distintas. Ha habido una larga fase histórica de aumento de la productividad que se está terminando, al menos en occidente.
- La verdad, tiene usted una manera extraña de ver las cosas...dijo Franz después de haberlo reflexionado largo tiempo-. Me había interesado su obra sobre los mapas Michelin, me había interesado vivamente; sin embargo, no le habría admitido en mi galeria. Yo diría que estaba demasiado seguro de usted mismo; no me parecía totalmente normal para alguien tan joven. Y luego, cuando leí en Internet que había decidico dejar la serie de mapas me decidí a venir a verle. Para proponerle que sea uno de los artistas que represento.
- Pero si no tengo ni idea de los que voy a hacer...No sé siquiera si voy a continuar en el arte.
-No lo comprende- dijo Franz, pacientemente-. No es una forma de arte particular, una manera que me interese, es una personalidad, una mirada posada sobre el gesto artístico, sobre su situación en la socidad. Si usted viniera mañana con una simple hoja de papel, arrancada de un cuaderno de espirales, en la que hubiese escrito: "No sé siquiera si voy a continuar en el arte", yo expondría esa hoja sin dudar. Y sin embargo no soy un intelectual, pero usted me interesa.
El mapa y el territorio
Michel Houllebecq
- Creo que todo eso va a volver, de formas distintas. Ha habido una larga fase histórica de aumento de la productividad que se está terminando, al menos en occidente.
- La verdad, tiene usted una manera extraña de ver las cosas...dijo Franz después de haberlo reflexionado largo tiempo-. Me había interesado su obra sobre los mapas Michelin, me había interesado vivamente; sin embargo, no le habría admitido en mi galeria. Yo diría que estaba demasiado seguro de usted mismo; no me parecía totalmente normal para alguien tan joven. Y luego, cuando leí en Internet que había decidico dejar la serie de mapas me decidí a venir a verle. Para proponerle que sea uno de los artistas que represento.
- Pero si no tengo ni idea de los que voy a hacer...No sé siquiera si voy a continuar en el arte.
-No lo comprende- dijo Franz, pacientemente-. No es una forma de arte particular, una manera que me interese, es una personalidad, una mirada posada sobre el gesto artístico, sobre su situación en la socidad. Si usted viniera mañana con una simple hoja de papel, arrancada de un cuaderno de espirales, en la que hubiese escrito: "No sé siquiera si voy a continuar en el arte", yo expondría esa hoja sin dudar. Y sin embargo no soy un intelectual, pero usted me interesa.
El mapa y el territorio
Michel Houllebecq
martes, 15 de noviembre de 2011
domingo, 13 de noviembre de 2011
Percepción
4. -Los muros de la cárcel en planicies de libertad:
Esta cárcel en donde escribo, estas hojas de papel, solamente son cárcel y hojas para una determinada graduación sensorial ( la del hombre). Si cambio esta graduación, esto será un caos en donde todo, según ciertas reglas, podrá imaginarse, o crearse.
Aclaración:
Vemos a la distancio un determinado rectángulo, y creemos ver ( y sabemos que es) una torre cilíndrica. Williams James afirma que el mundo se nos presenta como un indeterminado flujo, una especie de corriente compacta, una vasta inundación donde no hay personas ni objetos, sino confusamente, olores, colores, sonidos, contactos, dolores, temperaturas... La esencia de la actividad mental consiste en cortar y separar aquello que es un todo continuo, y agruparlo, utilitariamente en objetos, personas, animales, vegetales... Como literales sujetos de James, mis pacientes se enfrentarán con esa renovada mole, y en ella tendrán que remodelar el mundo. Volverán a dar significado al conjunto de símbolos, presidirán esa busca de objetos perdidos, de los objetos que ellos mismos inventarán en el caos.
5.- Si los pacientes, después de transformados, enfrentaran libremente el mundo, la interpretación que darían a cada objeto escaparía a mi previsión.
(...) Mientras pensaba en esto, comenté: sería un sarcasmo devolverles la libertad en sus propias celdas. Muy pronto me convencí de que había dado con la solución a mis dificultades. Las celdas son cámaras desnudas y para los transformados pueden ser jardines de la más ilimitada libertad.
Plan de Evasión
Adolfo Bioy Casares
Esta cárcel en donde escribo, estas hojas de papel, solamente son cárcel y hojas para una determinada graduación sensorial ( la del hombre). Si cambio esta graduación, esto será un caos en donde todo, según ciertas reglas, podrá imaginarse, o crearse.
Aclaración:
Vemos a la distancio un determinado rectángulo, y creemos ver ( y sabemos que es) una torre cilíndrica. Williams James afirma que el mundo se nos presenta como un indeterminado flujo, una especie de corriente compacta, una vasta inundación donde no hay personas ni objetos, sino confusamente, olores, colores, sonidos, contactos, dolores, temperaturas... La esencia de la actividad mental consiste en cortar y separar aquello que es un todo continuo, y agruparlo, utilitariamente en objetos, personas, animales, vegetales... Como literales sujetos de James, mis pacientes se enfrentarán con esa renovada mole, y en ella tendrán que remodelar el mundo. Volverán a dar significado al conjunto de símbolos, presidirán esa busca de objetos perdidos, de los objetos que ellos mismos inventarán en el caos.
5.- Si los pacientes, después de transformados, enfrentaran libremente el mundo, la interpretación que darían a cada objeto escaparía a mi previsión.
(...) Mientras pensaba en esto, comenté: sería un sarcasmo devolverles la libertad en sus propias celdas. Muy pronto me convencí de que había dado con la solución a mis dificultades. Las celdas son cámaras desnudas y para los transformados pueden ser jardines de la más ilimitada libertad.
Plan de Evasión
Adolfo Bioy Casares
miércoles, 9 de noviembre de 2011
Comienzos
Eran cerca de las once de la mañana, a mediados de octubre. El sol brillaba y en la claridad de las faldas de las colinas se apreciaba un aspecto lluvioso. Vestía mi traje azul oscuro, corbata y vistoso pañuelo fuera del bolsillo, zapatos negros y calcetines de lana del mismo color adornados con ribetes azul oscuro. Estaba aseado, limpio, afeitado y sereno, y no me importaba que se notase. Era todo lo que un detective privado debe ser. Iba a visitar cuatro millones de dólares.
El sueño eterno
Raymond Chandler
El sueño eterno
Raymond Chandler
lunes, 7 de noviembre de 2011
Literaturay ciudad (9)
Insomnio
Marcelo Cohen
Sin despegarse del banco, las solapas del tabardo levantadas, se incorporó lo suficiente para otear la perspectiva desolada de la plaza. Aunque hiciera años que no lo veía, aunque la ciudad lo tuviera vedado, el mar estaba cerca y a esa hora exhalaba un olor a sebo y a crustáceos: tenzado en el viento, llegaba para impregnar las panzas de los cables telegráficos. ¿Para qué quiero ese olor? ¿A qué viene esta vista? Ezequiel saludó con un movimiento de cabeza al gestor que ocupaba todo el tercer piso de su edificio. Siempre se olvidaba de que era miope. Hizo lo posible por no volver a dormirse. No supo si no se durmió. Sobre el verde angosto de los parches de gramilla, entre oficinistas con sobretodo y pinches de hotel, diez o doce soldados norteamericanos jugaban al fútbol con una lata de cerveza Heinecken. Estaban de licencia, o podía que su misión consistiera en estar de licencia en la ciudad. Había tan poca luz que cuando la lata salía despedida a la explanada de concreto, al borde de la Alcaldía, los pozos de la noche se la tragaban y los jugadores parecían acariciar el aire como bailarinas indisciplinadas. Del otro lado, medio ocultos por el bronce del monumento a Krámer, varios muchachos y una chica enfundados en cuero de los talones al cuello compartían cigarrillos king-size. Y en la vereda opuesta, bajo la marquesina tuerta del hotel, empezaba la hilera de vendedores ambulantes, un cónclave abierto y silencioso que se extendía ante la fachada de Nuestra Señora del Golfo como esperando que el campanario en forma de satélite empezara a escupir una horda de clientes. Salvo el guarda destacado para custodiarlos desde una cabina traslúcida y el dueño del restaurante El Ñandu, que probablemente les tenía miedo, nadie les llevaba el apunte. A la izquierda del restaurante había habido un baldío sembrado de cardos y pilares; algunos todavía esperaban verlo convertido en un centro cultural,pero seguía siendo otra cosa: nada más que el potrero donde un grupo de comerciantes portugueses, hijos de colonos expulsados de Africa, había reunido impotencias para levantar un parque de diversiones con un látigo, una vuelta al mundo, un gabinete de espejos, dos barracas de tiro al blanco, una ruleta y un tren fantasma. La casamata de los autómatas la habían barrido para construir una pista de autitos chocadores. Ahí, borracho de luz violeta y música de sintetizador, estaría pasando el rato Ramiro, el secretario de Ezequiel, ese cabeza de chorlito.
Marcelo Cohen
Sin despegarse del banco, las solapas del tabardo levantadas, se incorporó lo suficiente para otear la perspectiva desolada de la plaza. Aunque hiciera años que no lo veía, aunque la ciudad lo tuviera vedado, el mar estaba cerca y a esa hora exhalaba un olor a sebo y a crustáceos: tenzado en el viento, llegaba para impregnar las panzas de los cables telegráficos. ¿Para qué quiero ese olor? ¿A qué viene esta vista? Ezequiel saludó con un movimiento de cabeza al gestor que ocupaba todo el tercer piso de su edificio. Siempre se olvidaba de que era miope. Hizo lo posible por no volver a dormirse. No supo si no se durmió. Sobre el verde angosto de los parches de gramilla, entre oficinistas con sobretodo y pinches de hotel, diez o doce soldados norteamericanos jugaban al fútbol con una lata de cerveza Heinecken. Estaban de licencia, o podía que su misión consistiera en estar de licencia en la ciudad. Había tan poca luz que cuando la lata salía despedida a la explanada de concreto, al borde de la Alcaldía, los pozos de la noche se la tragaban y los jugadores parecían acariciar el aire como bailarinas indisciplinadas. Del otro lado, medio ocultos por el bronce del monumento a Krámer, varios muchachos y una chica enfundados en cuero de los talones al cuello compartían cigarrillos king-size. Y en la vereda opuesta, bajo la marquesina tuerta del hotel, empezaba la hilera de vendedores ambulantes, un cónclave abierto y silencioso que se extendía ante la fachada de Nuestra Señora del Golfo como esperando que el campanario en forma de satélite empezara a escupir una horda de clientes. Salvo el guarda destacado para custodiarlos desde una cabina traslúcida y el dueño del restaurante El Ñandu, que probablemente les tenía miedo, nadie les llevaba el apunte. A la izquierda del restaurante había habido un baldío sembrado de cardos y pilares; algunos todavía esperaban verlo convertido en un centro cultural,pero seguía siendo otra cosa: nada más que el potrero donde un grupo de comerciantes portugueses, hijos de colonos expulsados de Africa, había reunido impotencias para levantar un parque de diversiones con un látigo, una vuelta al mundo, un gabinete de espejos, dos barracas de tiro al blanco, una ruleta y un tren fantasma. La casamata de los autómatas la habían barrido para construir una pista de autitos chocadores. Ahí, borracho de luz violeta y música de sintetizador, estaría pasando el rato Ramiro, el secretario de Ezequiel, ese cabeza de chorlito.
miércoles, 2 de noviembre de 2011
Comienzos
Porque hace calor, porque las máquinas de la oficina escriben, suman, restan y multiplican sin cesar, porque ha pasado en ómnibus durante tres años seguidos delante de esa casa horrible de la avenida Arequipa,durante tres años cuatro veces al día, es decir, tres mil seiscientas veces descontando los días feriados y las vacaciones, porque vio en la calle a ese viejo con la nariz tumefacta como una coliflor roja y a ese otro que en una esquina le metió el muñón en la cara pidiéndole un sol para comer, porque es 31 de diciembre en fin, y está aburrido y con sed, por todo eso es que Ludo interrumpe el recurso de embargo que está redactando y lanza un gemido poderoso, como el que dan seguramente los ahorcados,los descuartizados. Un centenar de cráneos en su mayoría calvos vuelven hacia él la mirada y, poco acostumbrados a lo insólito como están, regresan la atención a sus pupitres. Ludo desgarra el recurso y en su lugar escribe su carta de renuncia. Su jefe trata de disuadirlo con untuosos argumentos,pero al atardecer Ludo abandona para siempre la Gran Firma,donde ha sudado y bostezado tres años sucesivos en plena juventud.
Los geniecillos dominicales
Julio Ramón Ribeyro
Los geniecillos dominicales
Julio Ramón Ribeyro
Suscribirse a:
Entradas (Atom)