Nadie supo nunca el verdadero nombre de aquel a quien todos llamaban el Caballero Enfermo. No ha quedado de él, después de su inesperada aparición, más que el recuerdo de sus inolvidables sonrisas y un retrato de Sebastiano del Piombo, quien le representa envuelto en la sombra mórbida de una pelliza, con una mano enguantada que cae blandamente como la de un ser dormido. Algunos de los que más le amaron —y yo me hallé entre esos pocos— recuerdan también su singular cutis de un pálido amarillo, transparente, la ligereza casi femenina de sus pasos y la languidez habitual de sus ojos. Le gustaba hablar mucho, pero nadie comprendía lo que quería decir, y sé de algunos que "no querían comprenderle, porque las cosas que decía eran demasiado horribles". Era, verdaderamente, "un sembrador de espanto". Su presencia daba un color fantástico a las cosas más sencillas; cuando su mano tocaba algún objeto, parecía que éste entrase a formar parte del mundo de los sueños. Sus ojos no reflejaban las cosas presentes, sino las cosas desconocidas y lejanas, que los que se hallaban con él no veían. Nadie le preguntó nunca cuál era su enfermedad y por qué no se cuidaba. Vivía andando siempre, sin detenerse, día y noche. Nadie supo nunca dónde se hallaba su casa, nadie le conoció padres o hermanos. Apareció un día en la ciudad y, después de algunos años, otro día desapareció. La víspera de este día, a primera hora de la mañana, cuando apenas el cielo comenzaba a iluminarse, vino a despertarme a mi cuarto. Sentí la suave caricia de su guante sobre mi frente y le vi ante mí, envuelto en la pelliza, con la boca que parecía eternamente el recuerdo de una sonrisa, y sus ojos más extraviados que de costumbre. Me di cuenta, a causa del enrojecimiento de los párpados, de que había pasado toda la noche velando y de que debía de haber esperado la aurora con gran ansia, porque sus manos temblaban y todo su cuerpo parecía presa de fiebre. —¿Qué le pasa? —le pregunté—. ¿Su enfermedad le hace sufrir mas que otros días? —¿Mi enfermedad? —respondió—. ¿Mi enfermedad? ¿Usted cree, pues, como todos, que yo "tengo" una enfermedad? ¿Que se trata de una enfermedad "mía"? ¿Porque no decir que yo "soy una enfermedad"? No hay nada que sea mío, ¿comprende? ¡Nada me pertenece! ¡Pero yo soy de alguien y hay alguien a quien pertenezco! Estaba acostumbrado a sus extraños discursos, y por eso no le contesté. Continué mirándole, y mi mirada debía de ser muy dulce, porque él se acercó a mí y me tocó otra vez la frente. —No tiene usted ningún rastro de fiebre —continuó diciéndome—; está usted perfectamente sano y tranquilo. Su sangre circula con tranquilidad por sus venas. Puedo, pues, decirle algo que tal vez le espantará; puedo decirle quién soy yo. Escúcheme con atención, se lo ruego, porque tal vez no podré repetirle dos veces las mismas cosas, y es, sin embargo, necesario que las diga al menos una vez. Al decir esto se tumbó en un sillón morado, junto a mi cama, y continuó con voz más alta: —Yo no soy un hombre real. No soy un hombre como los otros, un hombre con huesos y músculos, un hombre generado por hombres. No he nacido como vuestros compañeros; nadie me ha mecido ni vigilado mi crecimiento; no he conocido ni la inquieta adolescencia ni la dulzura de los lazos de la sangre. Yo no soy —y quiero decirlo a pesar de que tal vez no quiera creerme—, yo no soy más que la "figura de un sueño". Una imagen de Guillermo Shakespeare es, con respecto a mí, literal y trágicamente exacta: ¡yo "soy de la misma sustancia de que están hechos vuestros sueños"! Existo porque hay "uno" que me sueña, hay "uno" que duerme y sueña, y me ve obrar, y vivir, y moverme, y en este momento sueña que yo digo todo esto. Cuando ese "uno" comenzó a soñarme, yo comencé a existir; cuando se despierte, cesaré de existir. Yo soy una imaginación, una creación, un huésped de sus largas fantasías nocturnas. El sueño de este "uno" es de tal modo consistente e intenso, que me he hecho visible incluso a los hombres que están despiertos. Pero el mundo de la vigilia, el mundo de la realidad concreta, no es el mío. ¡Me siento tan poco adaptado a la vulgar solidaridad de vuestra existencia! Mi verdadera vida es la que discurre lentamente en el alma de mi durmiente creador... "No se figure que hablo con enigmas o por medio de símbolos. Lo que le digo es la verdad, toda la sencilla y tremenda verdad. ¡Cese, pues, de dilatar sus pupilas a causa del estupor! "Ser el actor de un sueño no es lo que más me atormenta. Hay poetas que han dicho que la vida de los hombres es la sombra de un sueño, y hay filósofos que han sugerido que la realidad es toda alucinación. En cambio, yo me siento preocupado por otra idea: '¿quién es el que me sueña?' ¿Quién es ese 'uno', ese ser ignoto que no conozco y del que soy propiedad, que me ha hecho surgir de repente de la negrura de su cerebro cansado y que al despertarse me borrará de golpe, como una llama muere de un soplo? ¡Cuántas veces pienso en ese dueño mío que duerme, en ese creador mío ocupado en el curso de mi efímera vida! Seguramente debe de ser grande y potente, un ser para el cual nuestros años son minutos, y que puede vivir toda la vida de un hombre en una de sus horas, y la historia de la Humanidad en una de sus noches. Sus sueños deben ser tan vivos, fuertes y profundos que pueden proyectar fuera de él sus imágenes, hasta el punto de que aparezcan como cosas reales. Tal vez el mundo entero no es más que el producto perpetuamente variable de un entrecruzarse de sueños de seres semejantes a él. Pero no quiero generalizar demasiado; ¡dejemos la metafísica a los imprudentes! "¿Quién es éste? Ésta es la pregunta que me agita desde hace mucho tiempo, desde que descubrí la materia de que estoy hecho. Usted comprende perfectamente la importancia que tiene para mí este problema. De la respuesta que pudiese darme dependería para mí todo mi destino. Los personajes de los sueños disfrutan de una libertad bastante amplia, y por eso mi vida no se ve determinada del todo por mi origen, sino en mucha parte por mi albedrío. Era necesario, sin embargo, que supiese quién era mi soñador para dilucidar el sentido de mi vida. En los primeros tiempos me espantaba al pensar que pudiese bastar la más pequeña cosa para despertarlo, esto es, para aniquilarme. Un grito, un rumor, un soplo podía de pronto precipitarme en la nada. Amaba entonces la vida, y por eso me torturaba vanamente para adivinar cuáles fuesen los gustos y las pasiones de mi ignoto poseedor; para dar a mi existencia aquellas actitudes y aquellas formas que pudiesen serle gratas. Temblaba a cada momento ante la idea de realizar algo que pudiese ofenderle, asustarle, y, por lo tanto, despertarle. Imaginé durante algún tiempo que era una especie de paterna divinidad evangélica, y por eso procuré llevar la más virtuosa y santa vida del mundo. Otras veces pensaba que podría ser algún héroe pagano, y entonces me coronaba con pámpanos, cantaba himnos báquicos y bailaba con las frescas ninfas en los claros de la selva. Creí, finalmente, una vez, que formaba parte del sueño de algún sublime y eterno sabio, que había conseguido llegar a vivir en un sublime mundo espiritual, y pasé largas noches velando inclinado sobre los números de las estrellas, y las medidas del mundo, y la composición de los vivos. "Pero finalmente me sentí cansado y humillado al pensar que debía servir de espectáculo a ese dueño desconocido e incognoscible. Me di cuenta de que esa ficción de vida no valía tanta bajeza ni tanta aduladora vileza. Deseé entonces ardientemente lo que antes me causaba horror, esto es, que se despertara. Me esforcé en llenar mi vida con espectáculos tan hórridos que se despertase a causa del espanto. Lo he intentado todo para conseguir el reposo del aniquilamiento; todo lo he puesto en obra para interrumpir esta triste comedia de mi vida aparente, para destruir esta ridícula larva de vida que me hace semejante a los hombres. "No dejé de cometer ningún delito, ninguna cosa mala me fue ignorada, ningún terror me hizo retroceder. Asesiné con refinada tortura a viejos inocentes, envenené las aguas de toda una ciudad, incendié en un mismo instante las cabelleras de multitud de mujeres, desgarré con mis dientes, que se habían hecho salvajes a causa de mi voluntad de aniquilamiento, a todos los muchachos que encontré en mi camino. Por la noche busqué la compañía de monstruos gigantescos, negros, silbantes, que los hombres ya no conocen; tomé parte en increíbles empresas de gnomos, de íncubos, de vestigios, de fantasmas; me precipité desde lo alto de un monte a un valle desnudo y revuelto, rodeado de cavernas llenas de blancos huesos, y las hechiceras me enseñaron aullidos de fieras desoladas que hacen temblar en la noche a los más fuertes. Me parece que aquel que me sueña no se espanta de lo que hace temblar a los demás hombres. O disfruta con la visión de lo más horrible, o no le da importancia y no se asusta. Hasta hoy no he conseguido despertarle y debo todavía arrastrar esta innoble vida, servil e irreal. "¿Quién me librará, pues, de mi soñador? ¿Cuándo despuntará el alba que le llamará a su trabajo? ¿Cuándo sonará la campana, cuándo cantará el gallo, cuándo gritará la voz que debe despertarle? ¡Espero hace tiempo mi liberación! ¡Espero con tanto deseo el fin de este chocante sueño, del que soy una parte tan monótona! "Lo que hago en este momento es la última tentativa. Yo digo a mi soñador que soy un sueño; quiero que él sueñe que sueña. Esto pasa también a los hombres, ¿no es verdad? ¿Y ocurre que se despiertan cuando se dan cuenta de que sueñan? Por esto he venido a verle, y por esto le he dicho todo esto, y desearía que el que me ha creado se diera cuenta en este momento de que yo no existo como hombre real, y que en el instante mismo dejaré de existir, incluso como imagen irreal. ¿Cree que lo conseguiré? ¿Cree que a fuerza de repetirlo y de gritarlo despertaré sobresaltado a mi invisible propietario?" Y al pronunciar esta palabra el Caballero Enfermo se agitaba en el sillón, se quitaba y se ponía el guante de la mano izquierda, y me miraba con ojos cada vez más extrañados. Parecía esperar de un momento a otro algo maravilloso y espantoso. Su rostro adquiría expresiones de agonizante. Se contemplaba de cuando en cuando su propio cuerpo, como si esperase ver cómo se disolvía, y se acariciaba nerviosamente la húmeda frente. —¿No cree usted que todo esto es verdad? —dijo—. ¿Cree que miento? ¿Por qué no puedo desaparecer, por qué no tengo libertad para acabar? ¿Soy, tal vez, parte de un sueño que no acabará nunca? ¿El sueño de un eterno durmiente, de un eterno soñador? ¡Quíteme esta idea espantosa! Consuéleme un poco; sugiérame alguna estratagema, alguna intriga, algún fraude que me suprima. Se lo pido con toda el alma. ¿No tiene, pues, piedad de este aburrido espectro? Y como yo continuaba callado, él me miro y se puso en pie. Me pareció entonces mucho más alto que antes, y observé que su piel era un poco diáfana. Se comprendía que sufría enormemente. Su cuerpo se agitaba; parecía un animal que intentaba escurrirse de alguna red. La dulce mano enguantada estrechó la mía y fue la última vez. Murmurando algo en voz baja, salió de mi cuarto, y sólo "uno" le ha podido ver desde aquel momento. |
viernes, 24 de febrero de 2012
La última visita del Caballero Enfermo
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