Vivió un tiempo en Stoke Newington,
donde tuvo una historia fugaz con un periodista, y después se traslado a
Camden, donde hizo cursos de terapia del dolor. Se inscribió en el Slade. Nos
presentaron un año más tarde y empezamos a vernos cada quince días más o menos.
Ella estaba mal enredada con un escultor, un hombre dependiente y manipulador que
andaba por los cincuenta. Yo estaba mal enredado con una mujer que se había
pasado a la novela al cabo de una carrera en el teleteatro. Durante un tiempo
los amigos comunes trataron de juntarnos pero fracasaron.
El apartamento de mona estaba en una callecita
tranquila al norte de Camden High Street. Constaba de tres ambientes ( uno de
los cuales ella usaba como estudio), cocina y cuarto de baño. La cocina era muy
chica. Como no comía mucho, Mona vivía mayormente en la otra punta, en la
habitación que daba a la calle. Allí tenía la computadora, unos estantes, un
sofá, un televisor y, situada para poder ver la tele, la cama.
La cama era de plaza y media, con
edredón y manchada colcha blanca. Había dos almohadas, una de vieja, muy
amarillenta y sin funda. Cuando el dolor aumentaba o tenía mucho frío, Mona
subía el edredón hasta la barbilla y miraba televisión desde la cama mientras
el visitante se sentaba en el sofá. O a mitad de la velada se iba a acostar sin
quitarse la ropa, como una nena. Era desconcertante. Por más que uno supiese que estaba vestida, siempre que apartaba las cobijas para levantarse de nuevo había un momento de incertidumbre.
Finalmente la semana anterior había conseguido romper con el escultor, a quien por su parte acababan de operar de gravedad. Me llegué hasta Camden a ver si podía ayudar. La alegró tener a alguien que la cuidase un par de horas, pero se preocupó por aclarar que, si bien yo la atraía, y sabía que ella me atraía a mí, por el momento no quería una historia con nadie.
Le dije que no había ido por eso. No esperaba recompensa por dar ayuda.
Me preguntó si podía abrazarme. Dije que sí. Me había sentado en el sofá. Ella se arrodilló frente a mí y la rodeé con los abrazos. Me sentía torpe, pero era lo que ella quería.
-Te escucho el corazón-dijo en un
momento-. Me da mucho consuelo.
-Tendrías que llorar todo lo que
necesites, dije yo.
Estuvo casi una hora arrodillada en el
suelo. Si hubiese entrado alguien podría habernos tomado por una de esas
parejas despiadadamente torpes de Egon Schiele, pero sin sexo. Yo no podía
pensar en otra cosa que en cuánto debían dolerle las rodillas. Llevaba un mes
sin verla y estaba aún más flaca de lo que recordaba. Por fin se levantó y fue
a acostarse. No bien me pareció que se sentía mejor le preparé una cena, que
comimos frente al televisor. La hice prometerme que iba a comer más seguido y
por unos días tomarse las cosas con calma. Cuando a las doce menos cuarto me
levanté para irme, dijo ansiosamente:
-¿Seguro que a esta hora tendrás cómo
llegar a tu casa? Si es difícil estás invitado a quedarte.No había problema, le dije. Mi casa estaba a pocas estaciones en la línea norte. En realidad, cocinar me había cansado. Quería irme para pensar si aquello tenía algún significado.
Estaba frotando con los dedos el
candelabro que había en la mesa. Como me había dejado perplejo, contesté:
-Sí, ¿no? J aja-y seguí explicándole la
naturaleza doble de la luz-. Lo he escrito todo-dije.
La acompañe a su casa. Fue al baño y se puso
un pijama de algodón y un vencido pulóver gris tejido a mano.
-Me tomé en serio tu consejo-dijo-.De
veras. Te soy franca, estoy comiendo mucho más.
Abrió en el suelo una carpeta de sus
obras para que las mirásemos. Eran fotos de altas construcciones extrañas
hechas con vendas, alambre y pedazos de papel con citas sobre la enfermedad.
Tenía imágenes de su operación y de la del escultor. Le interesaba el texto
como objeto. Dijo que empleaba citas de otros porque en sus propias opiniones
le constaba confiar. Yo dije que en los sesenta había resuelto el problema
presentando mis opiniones como citas ajenas, de ese modo me parecieron más
autorizadas hasta que gané confianza para presentarlas como mías. Después hice
té, miré un programa sobre gestión de riesgo y a las once y media me levanté
para irme.
-Es tardísimo-dijo-.Si te es difícil
llegar a tu casa estás invitado a quedarte.
-Hasta las doce y media hay subtes-dije
yo.
Un rato antes le había dedicado un libro
mío. Había escrito: “Aliméntate bien. Ponte fuerte. Cuídate”. Era una novela
sobre una mujer que quería volar pero lo máximo que conseguía era un
tratamiento cosmético que le daba aspecto de pájaro. Le dije a Mona que me
perdonará si al parecer en todos mis libros había mujeres que se enfermaban
mucho después de una serie de operaciones.
He aquí el resumen que le escribí sobre
la memoria cuántica:
Toda partícula que haya tenido relación
con otra partícula recuerda en cierto modo esa relación y la traslada al
intercambio siguiente. Todo lo que alguna vez ha estado unido permanece unido
de una manera u otra. Esto sólo se da en el nivel de las cosas muy pequeñas-
Indeterminación cuántica:
a)
Si
se sabe dónde está una partícula, no se puede conocer su velocidad. Si se
conoce su velocidad, no se puede saber dónde está.
b)
La
luz puede describirse como onda o como partícula. No es que sea las dos cosas a
la vez: es auténticamente una cosa o la otra según la maquinaria que se use
para observarla.
Las partículas cuánticas empiezan como
potencial de las condiciones que llamamos espacio vació. Luego son “observadas”
o atrapadas en un lugar por el resto del universo: es decir, las condiciones
locales dan contexto a uno de los estados potenciales y lo “eligen” para que se
realice. Sin embargo, la opción que el universo no eligió sigue existiendo de
manera más informal.
Puesto que se puede decir que cada
opción tiene una “memoria” de las otras, y que se han descartado todos los
mecanismos propuestos hasta hoy para la memoria humana- desde la
químico-celular hasta la holografía, de
distribución más amplia-algunos científicos juegan con la idea de que la
memoria podría depositarse en el nivel cuántico en transacciones como la que he
descrito.
Científicamente es una especulación.
Como metáfora, bastante linda. Todo los demás-la indeterminación cuántica, la
naturaleza doble de la luz, etc.- es cierto, hasta donde puede afirmarse que
algo es cierto usando herramientas experimentales contemporáneas.Ya era hora de que yo aprendiese a proteger a las mujeres de mis entusiasmos: eso me había dicho la ex guionista antes de cortar conmigo esgrimiendo una foto, aparecida en las páginas de Publishing News, donde se me veía con una novia de otro tiempo. Pensaba que para las mujeres el entusiasmo masculino era una forma de abuso. Lo llamaba “energía viril”. Enviarle a Mona confusas ideas de física cuántica impresas en Gill Sans Condensend negrita de cuerpo 18 no era una forma de protegerla de mi entusiasmo. Tal vez también a Mona el entusiasmo le pareciese energía viril. Tal vez por eso se había descubierto masturbando una vela en el Pizza Express.
Mona rondaba su casa en pulóveres raídos, faldas muy cortas y medias gruesas. Era parte del amontonamiento, un gesto incompleto, flaca como un palo pero siempre elegante. Tenía tal serenidad que uno podía cruzársela en la sala y no verla. La vez siguiente la encontré de pie junto a la mesa, con una mano apoyada en el tablero y la otra levantando, pero sin volverla, una página del diario que estaña mirando.
-Buenas, dije.
-¡Ah, hola!-Hablaba como si hubiera
olvidado que en la casa había alguien
más; o como si yo hubiera aparecido después de un larga ausencia.
-Pensé que estabas en el otro
cuarto-dije.
-No-dijo ella-. Estuve todo el tiempo
aquí.
Esa noche fuimos al West End a ver El
paciente inglés. Por Shaftesbury Avenue Mona caminó hasta el cine muy despacio.
Nos sentamos en la punta de una fila, con los torsos un poco alejados. Ella
había ocupado la butaca del pasillo por si necesitaba levantarse. Era una de
las técnicas que le habían enseñado para manejar el dolor. En una escena de la
película se daba a entender que a un hombre tenían que cortarle los dedos. O
tal vez eran los pulgares. No se veía nada, pero de golpe el público se tragaba
el aliento. En todo el cine había gente contraída para no ver del todo.
Jadeando, Mona me aferró la mano. Me atrajo hacía ella y así estuvimos unos
momentos.
-Hay algo en esta película que no me
convence-dijo a la salida del cine-. Es demasiado correcta.
Le pregunté qué quería decir.
- Bah, no sé bien-dijo-. Me parece que
necesitó un té.
Cuando llegamos a la casa fui a la
cocina. Mientras ponía bolsitas en las tazas y esperaba a que hirviese el agua
la oí entrar y salir del baño.
-Yo me voy a acostar-dijo en voz alta-.
Hace frío aquí. ¿Tú no tienes frío?
Dije que estaba bien. Cuando llevé el té
a la sala, tenía la tele encendida. Miramos un rato, bebiendo el té, y luego me
levanté para irme.
-Me preocupa que te vayas tan tarde-dijo
Mona-. ¿estás seguro de que habrá tren? Lo más fácil es que te quedes.
-No-dije yo-. De verás, parece que
circulan trenes sin parar.
-Mira si te asaltan.
Me reí.
Tenía las cobijas hasta el mentón. Era
toda ojos.-Yo quiero que te quedes-dijo.
-Eso es otra cosa-dije yo.
Me lleve las tazas y apagué la tele.
Ella me miró desvestirme. Luego alzó el borde del edredón para animarme.
-Creí que todavía estabas vestida-dije
yo.
Me miró ansiosa, manteniedo el edredón
levantado para dejarme ver.
-Estoy sangrando un poquito-dijo-. No te
importa, ¿no?.
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