Cuando pienso en Richard
Brautigan, pienso en lo difícil que fue encontrar sus libros. Antes que la
barcelonesa Blackie books creara su biblioteca Brautigan y comenzara el rescate
de su obra, en los años ochenta Anagrama
publicó tres de sus novelas: El monstruo de Hawkline, Un
detective en Babilonia y Williard y sus trofeos de bolos. Las
ventas fueron exiguas y sólo la última fue reeditada en 2003, después
desaparecieron y la editorial de Herralde las descatalogó. Lo mismo hizo con
los libros de Barthelme, un escritor que estilísticamente poco tiene que ver
con Brautigan, pero que sin embargo se espejan en su singularidad. Como
Barthelme, Brautigan solo se explica a sí mismo.
Su historia es una
de esas tragedias personales que los americanos pronto transforman en mito: su padre nunca
lo reconoció y su madre lo abandonó a los nueve años junto a su hermana en una
habitación de un hotel en Montana. A los veinte años, luego de haber apedreado
una comisaria fue internado en un psiquiátrico con un diagnóstico que sumariaba
esquizofrenia, depresión y paranoia,
razón por lo cual fue sometido a varias sesiones de electroshocks que, como el
mismo Brautigan declaró “alcanzarían para
iluminar todo un pueblo” (de a ratos pienso que sus delirantes argumentos
son deudores de esa traumática experiencia) después, San Francisco, las drogas,
el verano del amor, la experiencia lisérgica de los hippies y el éxito
descomunal de La pesca de la trucha en América lo transformaron en una
especie de gurú contracultural, de ahí en más todo fue un camino de mano única
hacia el olvido y la inevitable caída. Rápida y definitiva. Después de veinte
años de carrera, diez novelas, algunos poemarios y un único libro de cuentos,
el 25 de octubre de 1984 el cuerpo
de Richard Brautigan fue hallado muerto en
avanzado estado de putrefacción con un disparo de arma en la
cabeza.
Leer a Brautigan es ingresar en un mundo onírico de imaginación incontinente sin filtro aparente y de algún modo absurdo, un mundo que algunos de sus lectores identifican con el surrealismo y cuyas leyes internas tienen la lógica monolítica y el (in)verosímil desconcertante de las narraciones infantiles. Ahí, en esa práctica de lectura aparentemente inocente, reside el secreto –si es que lo hay- que hace de su obra una experiencia adictiva: con una prosa directa y melódica "deudora de la experiencia nomadista de los beatnicks y de la transparencia vitalista de Ernest Hemingway", el pacto de representación literaria que los textos de Richard Brautigan establecen con el lector es primario y funciona como un fenómeno de encantamiento.
El último libro que leí de
Brautigan fue En azúcar de Sandía, una novela que pertenece a sus años de
esplendor y que a pesar de su aparente inocencia y la liviandad de su prosa, resultó
oscura y profética. Su estructura está construida por un sistema de engarce que
hace de los hechos narrados eslabones de una cadena flexible y serpenteante. En algunos casos, sus capítulos funcionan como
destellos autónomos dentro de una trama que aún así, no se disgrega y mantiene
su unidad argumental. Micro relatos que
no cuentan una historia, sino que funcionan como una paleta de colores brillantes
que pintan el cuadro de un paisaje y que por momentos lo inmovilizan. La novela, publicada en 1968, narra la vida en
YOmuerte, una comunidad de connotaciones míticas donde todo está construido con
azúcar de sandía, los objetos olvidados se resguardan en un territorio infinito
llamado la olvidaría y el poder del silencio asecha hasta la fuerza misma de la
naturaleza. La impresión inicial, es la de estar frente a un texto de contornos
surrealista, pero para quien esto escribe, el desborde de imaginación convoca
la geografía de Wonderland y la figura genial y fantasmal de Lewis Carroll:
estatuas con formas de papa y zanahorias, sandías y cielos de distintos colores
de acuerdo a cada uno de los días de la semana, truchas que salen a observar la
vida de los hombres en la tierra, ríos que cruzan hogares y sobre todo la
presencia ominosa de tigres tan ferozmente carnívoros como culposos y parlanchines
y que en tiempos pretéritos compartieron con los habitantes de YOmuerte el derecho de permanecer en
ella y que finalmente desaparecieron. Es
ahí, en los capítulos dominados por los tigres donde la novela entra en una
zona de ambigüedad que la vuelve hipnótica. El lector navega entre la figura retórica de la
metáfora y el didactismo del manifiesto ecológico.
Entre todo ese delirio, no exento
de un humor melancólico y sombrío, la historia como una trama delicada e invisible se va tejiendo. Y en
ella, hay lugar para el desengaño amoroso y para una matanza colectiva que
presagia el fin del flower power y las locuras mesiánicas de ciertas comunidades
hippies/religiosas.
Con esta novela Brautigan dejó atrás el verano del amor e hizo suyo el mantra con que John Lennon, luego de la separación de los Beatles clausuró de una vez y para siempre la utópica década del sesenta: The dream is over.
Con esta novela Brautigan dejó atrás el verano del amor e hizo suyo el mantra con que John Lennon, luego de la separación de los Beatles clausuró de una vez y para siempre la utópica década del sesenta: The dream is over.
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