-En su edición del sábado 21 de agosto, al cumplirse ciento cincuenta años del nacimiento de Antón Chejov –para muchos el padre del cuento moderno- el suplemento Babelia del diario El país le pidió a dieciséis escritores “hispanohablantes” la elección de otros tantos cuentos del siglo veinte. Como toda elección, sospecho, esta también resultó del gusto personal, el capricho y la arbitrariedad. También, porque no, suponga la reafirmación de una poética personal. Entre los elegidos están Los muertos de James Joyse, Campeón de Ring Lardner, No oyes ladrar a los perros de Juan Rulfo, Catedral de Raymond Carver y El espejo y la máscara de Borges.
-No leí el cuento de Joyce, por supuesto pienso saldar pronto semejante deuda. Personalmente de Lardner prefiero En la peluquería, de Rulfo Luvina, y de Carver Parece una tontería. Soy tan fanático de Borges que a la hora de las listas y antologías varias, cualquiera de sus cuentos se me antoja irreprochable. Otros cuentos incluidos son: El miedo de Valle-Inclan, La bestia en la jungla de Henry James, El hombre que ríe de J.D. Salinger, La buena gente del campo de Flannery O´connor, El álbum de Medardo Fraile, Problemas, problemas de Ingeborg Bachmann, Graffiti de Cortázar y Deslumbramiento de Truman Capote.
-Desconozco las obras de Fraile y Bachmann, dudo que alguna vez lea algo de Valle-Inclan y me resulta incomprensible la elección de El hombre que ríe en lugar de Un día perfecto para el pez banana o Para Esmé con amor y sordidez. Lo de antes: cuestiones de gustos y caprichos. Me parece sí, un acto de estricta justicia literaria la inclusión de Babilonia revisitada de Scott Fitzgerald. Completan la lista dos cuentos de Katherine Mansfield que es la única firma que se repite.
-Jamás había leído a Mansfield. Recordé sin embargo, que en mi biblioteca tenía una selección de algunos de sus cuentos que el Centro Editor de América Latina publicó en los años setenta en su colección Narradores de hoy[1]. Ninguno de los cuentos mencionados en la lista estaban en el libro, razón por lo cual decidí leer el primero: Alemanes comiendo. Cautivado por su perfecta concisión lo leí tres veces seguidas y hasta el momento no avancé en la lectura del libro más allá de ese texto de estructura abierta y espíritu profético. En pocas páginas, en una única escena, con un estilo austero y a través de un dialogo en apariencia trivial, Katherine Mansfield no solo muestra los prejuicios crecientes de la burguesía alemana de principios del siglo pasado, sino que refleja, tal vez de manera involuntaria, la creciente tensión sociopolítica en un continente que años después produciría el holocausto judío y los dos conflictos bélicos más importante y trágicos de la historia.
Diego Zappa
Alemanes comiendo.
Se sirvió una sopa de pan. –Ah –dijo Herr Rat, echándose sobre la mesa para mirar dentro de la sopera-, esto es lo que necesito. Mi “magen” ha estado un poco descompuesto desde hace varios días ¡Sopa de pan y en su punto! Yo mismo soy un buen cocinero –se volvió hacia mí.
-Que interesante –dije, tratando de infundir a mi voz el entusiasmo adecuado.
-Si, si… cuando uno no está casado es necesario. Yo, aquí donde me ve, he tenido todo lo que he querido de las mujeres sin recurrir al matrimonio-. Metió la punta de la servilleta dentro del cuello de su camisa y sopló sobre la sopa al hablar: -A eso de las nueve me preparó un desayuno inglés, pero no gran cantidad. Cuatro rebanadas de pan, dos huevos, dos tajadas de jamón frío, un plato de sopa, dos tazas de té… Eso no es nada para ustedes.
Afirmó el hecho con tal vehemencia que no tuve el coraje de refutarlo.
De pronto todas las miradas se volvieron hacia mí. Sentí que llevaba sobre mis hombros el peso del absurdo desayuno de una nación… Yo, que tomaba apenas una taza de café mientras me abrochaba la blusa por las mañanas.
-Nada en absoluto –exclamó Herr Hoffmann de Berlín-. Ach, cuando estaba en Inglaterra si que solía comer por las mañanas.
Levantó la mirada y los bigotes, limpiándose las gotas de sopa de su chaqueta y chaleco.
-¿De veras comen tanto? –preguntó Fraulain Stiegelauer-. ¿Sopa y pan de levadura y carne de cerdo, y té y café y compota de frutas, y miel y té y bifes de hígado? ¿Y las señoras comen también en especial las señoras?
-Claro que sí. Yo mismo lo he notado, cuando vivía en un hotel en Leicester Square –Exclamó Herr Rat-. Era un buen hotel, pero no sabían preparar té… Ahora…
-Ah, eso sí es algo que yo sé hacer –dije, riendo alegremente-. Sé preparar un té buenísimo. El gran secreto está en calentar la tetera.
-Calentar la tetera –interrumpió Herr Rat, retirando su plato de sopa-. ¿Y para que calienta la tetera? ¡ja! ¡ja! ¡Eso sí que es bueno! Uno no se come la tetera ¿no?
Fijó sobre mí sus fríos ojos azules con una expresión que sugería mil invasiones premeditadas.
-¿Así que ese es el gran secreto de su té inglés? ¡Todo lo que hay que hacer es calentar la tetera!
Quería explicarle que ése era solo un paso preliminar, pero como no podía traducirlo me quedé callada.
La criada trajo carne, con sauerkraut y papas.
-Me da un gran placer comer sauerkraut –dijo el Viajero del Norte de Alemania-, pero últimamente he comido tanto que no puedo retenerlo. Enseguida me veo obligado a…
-Qué hermoso día –exclamé, volviéndome hacia Fraulein Stiegelauer-. ¿Se levantó temprano hoy?
-A las cinco caminé diez minutos por el pasto húmedo. Volví a la cama. A las cinca y media me volví a dormir y me desperté a las siete; entonces me lavé “de cuerpo entero”. Volví a la cama. A las ocho me puse una cataplasma de agua fría y a las ocho y media tomé una taza de té de menta. A las nueve pedí un café de malta y empecé la “cura” . Me pasa el saurkraut, por favor. ¿Usted no come?
-No gracias. Me parece un poco fuerte
-¿Es verdad –preguntó la Viuda , escarbándose los diente con una horquilla al hablar- que usted es vegetariana?
-Si, es cierto; no he comido carne desde hace tres años
-¡In-creible! ¿Tiene familia?
-No.
-Ya ve, ¡eso es lo que pasa! No se puede tener chicos comiendo sólo vegetales. No es posible. Pero ya no hay familias grandes en Inglaterra hoy en día; supongo que están demasiado ocupados con sus campañas sufragistas. Ahora bien, yo tengo nueve hijos, todos vivos gracias a Dios. Chicos sanos, magníficos…aunque después de nacer al primero tuve que…
-¡Qué maravilla! – exclamé.
-¿Maravilla? – Dijo la Viuda con desprecio, volviendo a colocar la horquilla en la especie de pera que se balanceaba en la punta de la cabeza-. ¡Para nada! Una amiga mía tuvo cuatro al mismo tiempo. Su marido estaba tan complacido que dió una cena y los hizo poner sobre la mesa. Por supuesto ella se sintió muy orgullosa.
-Alemania –tronó el Viajero, clavando los dientes en una papa que había ensartado con el cuchillo- es el hogar de la familia.
Siguió un silencio comprensivo.
Se cambiaron los platos para servir ahora carne asada, jalea de grosellas y espinaca.
Limpiaron sus tenedores con pan negro y volvieron a empezar.
-¿Cuánto tiempo piensa quedare? –preguntó Herr Rat.
-No lo sé exactamente. Tengo que estar de vuelta en Londres para septiembre.
-Por supuesto visitará Múnich.
-Me parece que no voy a tener tiempo. Es importante que no interrumpa mi “cura”.
-Pero tiene que ir a Múnich. No conoce Alemania si no ha estado en Múnich. Todas las exposiciones están en Múnich. Tenemos el festival Wagner en agosto, y Mozart y una colección de pinturas japonesas… ¡Y la cerveza! No sabe lo que es una buena cerveza hasta que ha estado en Múnich. Si incluso he visto señoras finísimas todas la tardes, señoras verdaderamente finísimas, tomándose así de altos-. Mostró con las manos una buena medida de cerveza; yo sonreí.
-Si tomo mucha cerveza de Múnich sudo muchísimo –dijo Herré Hoffmann- cuando estoy aquí en el campo o en los baños, sudo, pero me gusta; pero en la ciudad no es lo mismo.
Alentado por ese pensamiento, se enjugó el cuello y la cara con la servilleta y con cuidado se limpió las orejas.
Una fuente de vidrio con duraznos en compota fue colocada en la mesa.
-¡Ah, fruta! – chilló Fraulein Stiegelauer-, es tan necesaria para la salud. El doctor me dijo esta mañana que mientras más fruta pudiera comer, mejor era.
A todas luces siguió el consejo.
Dijo el Viajero: -supongo que les asusta también la idea de una invasión ¿eh? Sí, eso está bien. Estuve leyendo acerca de una obra de teatro que ustedes han hecho sobre el tema. ¿Usted la vió?.
-Sí-. Me erguí en la silla-. Le aseguro que no tenemos miedo.
-Bueno, entonces tendrían que tener miedo –dijo Herr Rat-. Ni siquiera tienen un ejército… Unos pocos muchachitos con las venas llenas de nicotina.
-No tenga miedo –dijo Herr Hoffmann-. No codiciamos a Inglaterra. Si lo hubiéramos querido la hubiéramos tomado hace tiempo. En realidad no los queremos.
Sacudió su cuchara alegremente mirándome por encima de la mesa como si fuera una niñita a la que el podía llamar o despedir a voluntad.
-Nosotros, sin duda, no queremos tener a Alemania –dije.
-Esta mañana tomé medio baño. Después, esta tarde, tengo que tomar un baño de rodillas y un baño de brazos –propuso Herr Rat-; después hago mis ejercicios durante una hora y mi tarea está terminada. Un vaso de vino y unos panes con sardinas…
Se les sirvió tartas de cereza con crema batida.
-¿Cuál es la carne preferida de su esposo? Preguntó la Viuda.
-En realidad no se –contesté.
-¿De veras no sabe? ¿Hace cuánto que está casada?
-Tres años.
-¡Pero no puede estar hablando en serio! Con sólo cuidar su casa una semana, siendo su mujer, tendría que haberlo sabido.
-En realidad no se lo pregunté nunca; no le importa mucho que es lo que come.
Una pausa. Todos me miraron, sacudiendo la cabeza y con la boca llena de carozos de cerezas.
-No es de extrañarse entonces que se repitan en Inglaterra las cosas atroces que suceden en París -, dijo la Viuda , doblando su servilleta-. ¿Cómo puede una mujer esperar retener a su marido, si no sabe cuál es su plato preferido después de tres años?.
-¡Mahlzit!-
-¡Mahlzit!-.
Cerré la puerta al salir.
[1] Algunos ejemplares de esta excelente colección suelen conseguirse en librerías de viejo a precios irrisorios. Con mucha paciencia y algo de suerte, entre otros títulos pueden encontrarse los siguientes: Cuentos completos de Germán Rozenmacher, Los trabajos nocturnos de Amalia Jamilis, Cuentos completos de Juan Carlos Onetti, La calle de los cocodrilos de Bruno Schulz, Campeón y otros cuentos de Ring Lardner, La molécula loca de J.P. Donleavy, Los avispones de Peter Handke y Segunda piel de John Hawkes
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