Era una de esas noches calientes y pegajosas en las que Manhattan muestra su edad. Había algo siniestro y estancado en aquel calor dulzón que rehusaba moverse. Era todo menos una noche para trabajar, y Vanning se puso de pie y se apartó de la inclinada mesa de dibujo. Rozó una gran caja de metal con acuarelas, y oyó el ruido cuando la caja cayó al suelo. Esto arreglaba las cosas. Esto terminaba con cualquier tentación que hubiera podido tener de terminar esa noche la tarea.
El calor entró al cuarto y agobió a Vanning. Este encendió un cigarrillo. Se dijo que ya era hora de tomar otro trago. Fue hacia la ventana para alejar la idea del alcohol, se dijo. El calor era más fuerte que el alcohol.
Permaneció allí en la ventana, mirando Greenwich Village, viendo las luces, oyendo el ruido de las calles. Deseaba ser parte del ruido. Quería recibir algunas de sus luces, quería meterse en esa actividad, fuera lo que fuere. Quería hablar con alguien. Quería salir.
Tenía miedo de salir.
Y lo comprendió. Y la comprensión trajo más miedo. Se frotó los ojos con las manos y se preguntó por qué esta noche era algo tan difícil. Y bruscamente se dijo a sí mismo que algo iba a suceder esta noche.
Era más que una premonición. Había considerables motivos para intuir la cosa. No tenía nada que ver con la noche. Era un proceso de volver hacia atrás, y con los ojos cerrados pudo ver una sucesión de escenas que lo hicieron estremecer sin moverse, tragar duro, sin tragar nada.
Al caer la noche.
Davis Goodis
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