miércoles, 21 de septiembre de 2011

Literatura y ciudad (6)

Bienvenidos a Metro-Centre
J.G. Ballard

Los barrios residenciales de la periferia sueñan la violencia. Dormidos dentro de sus amodorrados chalés, protegidos por benévolos centros comerciales, esperan con paciencia las pesadillas que los despertarán en un mundo más apasionado...

Ilusiones, me dije mientras el aeropuerto de Heathrow se encogía en el espejo retrovisor, y una verdadera estupidez, el arraigado hábito de un publicista , que no saborea el caramelo sino el envoltorio. Pero eran pensamientos difíciles de alejar. Conduje el Jensen al carril lento de la M4 y empecé a leer las señales que daban la bienvenida a la periferia residencial más alejada de Londres. Ashford, Staines, Hillingdon: destinos imposibles que sólo figuraban en los mapas mentales de directores de márketing desespesperados. Más allá de Heathrow se extendían los imperios del consumismo y el misterio que me obsesionó hasta el día que salí de mi agencia por última vez. ¿Cómo despertar un pueblo aletargado que tenía de todo, que había comprado los sueños que el dinero puede comprar y que, sabía, había pagado un precio de ganga?
Se encendió el indicador de giro a la izquierda, una molesta flecha que estaba seguro de no haber activado. Pero cien metros más adelante apareció una vía de salida que, de algún modo, yo ya sabía que estaba esperando. Reduje la velocidad y salí de la aupotista, entrando en un cauce de orillas verdes que se torcía pasando por delante de un letrero que me instaba a visitar un nuevo parque empresarial y centro de congresos. Frené de golpe, con la intención de volver marcha atrás hasta la autopista y entonces me di por vencido. Que siempre decida el camino...
Como muchos londinenses, sentía un vago desasosiego cada vez que salía del centro de la ciudad y me acercaba a las lejanías del estrarradio. Pero de hecho había pasado toda la carrera de publicista cortejando con entusiasmo la periferia. Lejos de la nerviosa y cerebralmente exigente metrópoli, el cinturón de pueblos que dormitaban apoyados en el arcén protector de la M25 eran prácticamente un invento de la industria publicitaria; al menos eso era lo que nos gustaba creer a los ejecutivos de cuentas como yo. Estábamos dispuestos a creer, hasta el último suspiro, que lo que definía a los barrios residenciales eran los productos que les vendíamos, las marcas y los logos que distinguían su vida.
Pero de alguna manera se nos resistían, volviéndose cada vez más elegantes y seguros, el verdadero centro de la nación, guardando con nosotros cierta distancia. Al mirar el plácido océano de techos de ladrillos, los agradables parques y patios de escuela, sentí una punzada de rencor, el mismo dolor que recordaba de aquella vez en la que mi mujer me besó con cariño, me saludó tímidamente con la mano desde la puerta de nuestro apartamento en Chelsea y se marchó para siempre. El afecto podía presentarse en los momentos más crueles.
Pero tenía una razón especial para sentirme inquieto: sólo unas semanas antes esos amables barrios periféricos se habían levantado y gruñido, antes de atacar y matar a mi padre.

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