J. Rodolfo Wilcock
Hace algunos años un niño esquizofrénico de nueve años tuvo que ser internado en una clínica norteamericana. El niño sufría de una enfermedad poco común: creía ser una máquina y funcionar gracias a otras máquinas creadas por su fantasía. Como muchos otros muchachos se había refugiado en un mundo imaginario inventado por él mismo, pero del cual no se lo podía hacer volver.
Estaba convencido de ser completamente automático e incluso conseguía convencer de ello a los demás. Antes de comer se ataba con cables imaginarios a la mesa, se aislaba envolviéndose en servilletas de papel y establecía el contacto eléctrico. Solamente así podía comenzar a comer. Las personas que estaban cerca de él debían tener cuidado de no pisar los cables que alimentaban sus "fuentes de energía". Cuando el mecanismo no funcionaba el niño permanecía inmóvil y silencioso durante largos períodos; otras veces se ponía en movimiento, cada vez más velozmente, hasta que explotaba emitiendo los ruidos pertinentes y arrojando las válvulas y otros objetos mecánicos que siempre llevaba consigo. Después entraba en mutismo absoluto.
Sólo dormía si estaba rodeado de aparatos eléctricos, armados por él mismo con cables, cartones, cinta aisladora, etcétera; respiraba a través de tubos de escape y también para beber hacía uso de complicadas tuberías. Durante semanas enteras, cuando se le preguntaba algo, respondía solamente "¡Bam!", ya que debía neutralizar lo que se le decía o de lo contrario ocurría una explosión. En la bañadera se bamboleba rítmicamente dentro del agua, casi como si fuera impelido por un motor. Ciertos colores amenazaban con interrumpirle la corriente, y por eso los evitaba.
A veces pedía que le cambiaran el cerebro porque no funcionaba bien, y acusaba a las partes (piezas) de su cuerpo cuando éstas eran culpables de movimientos equivocados. Su comportamiento se volvía más insólito cuando tenía que ir al baño: se desnudaba totalmente y apoyaba una mano en la pared: temía ser absorbido por el inodoro.
Al parecer, su madre, aun habiéndose ocupado normalmente de él, siempre lo había tratado con un poco de indiferencia; a lo mejor había sido justamente esta indiferencia lo que había dado origen a las fijaciones del niño; no quería ser humano para no sufrir, y también porque lo habían criado como una máquina.
Sin embargo, gracias al tratamiento psquiátrico al que fue sometido, bajo la dirección de Bruno Bettelheim, el muchaco finalmente consiguió, a los doce años de edad, liberarse de esos complejos y "funcionar" sin ayuda de máquina alguna.
En Hechos inquietantes
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