miércoles, 22 de enero de 2020

El largo camino a la consagración

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A diferencia de los géneros musicales “altos” cuyo reconocimiento está ligado casi exclusivamente a su recepción crítica, los géneros populares parecieran tener más de un plano consagratorio: el grado de masividad alcanzado y la crítica especializada son importantes; pero hay otro plano que está más ligado a la letra impresa y específicamente al libro, una obra de construcción lateral que a su manera los canoniza y los transforma en  objetos de estudio.  De un tiempo a esta parte la obra de Charly García recaló en ese estadio de legitimación más o menos “académico”, el Propio Oscar Conde en las páginas de su libro hace un repaso de los casos más interesantes que de alguna forma conectan con el suyo propio: Charly García en el país de las alegorías de Mara Favoretto, Esta noche toca Charly de Roque Di Pietro y No bombardeen Barrio Norte de Martin Zariello. 
Estructurado en tres partes Charly García, 1983 / Acerca de Clics modernos (Antes de Clics modernos, Clics modernos y después de Clics modernos) da cuenta del disco y sus efectos expansivos en el llamado Rock Nacional y traza un arco temporal en la obra de García que va desde sus inicios hasta la actualidad, un lugar incierto donde todavía cabe la posibilidad de que García generosamente ofrezca los restos de su admirable talento. En ese sentido el libro puede leerse también como una biografía temática y compactada que recorre la carrera del músico dentro del universo endogámico del rock, un universo con leyes que hasta entonces presentaban un tamiz ferozmente conservador y de las que el propio García muchas veces fue víctima; Conde lo hace señalando los distintos contextos históricos/socio políticos que acompañaron su proceso creador como si obra y realidad fueran un aceitado mecanismo de retroalimentación. Y es justamente ahí, en esa relación  simbiótica donde la fecha en el título del libro cobra real dimensión, porque así como ese año inicial de la primavera democrática significó luego de la oscura noche de la dictadura un aire de renovada libertad, Charly García no sólo operó como catalizador de ese estado de cosas, sino que lo hizo dentro del prejuicioso rock argentino, Clics modernos implosionó sus estructuras y lo metió de prepo en el baile y el ritmo.
Charly García, 1983 es el libro de un poeta y entonces las canciones y el análisis literario de sus letras ocupan la centralidad del texto, porque para Conde la literatura se expande tanto a los territorios de la canción como a los del humor y la historieta, claro está que cada uno de ellos con sus singularidades y la de la canción se señala aquí es una forma “multisemiológica” es decir: letra, melodía e interpretación performatica establecen la unidad. Y desde ese punto referencial Conde analiza los distintos caminos que Charly García transitó como letrista, desde las canciones adolescentes del primer Sui Generis donde el amor, la muerte y cierta idea de desamparo eran sus tópicos, pasando por La máquina de hacer pájaros, Seru Giran y la etapa  solista que va de Yendo de la cama al living a Parte de la religión cuya temática política interfería  con esa antena que conectaba directamente con el “inconsciente colectivo nacional” hasta llegar a los años noventa donde la autorreferencialidad y el solipsismo transformados en consignas y eslóganes acompañaron a Charly García en el proceso de convertirse en un performer “alguien que se contentaba con hacer una obra de sí mismo, aun cuando ello implicara una verdadera inmolación.”
Llegado a este punto el autor se enfrenta al riesgo de la sobre interpretación, esa herramienta de uso delicado que en ciertos momentos puede iluminar zonas ensombrecidas y en otros forzar la lectura de forma tal que todo finalmente resulte un capricho o una expresión de deseos.
Say no More.

Diego Zappa
Cultura Perfil
Domingo 12 de Enero de 2020
Versión extendida



sábado, 9 de noviembre de 2019

Una vida contemplativa


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César Aira: Pinceladas musicales.

Promediando la lectura de Pinceladas musicales, uno de sus personajes, un linyera con modales Bartlebyanos, le dice a su protagonista que para que a un pintor lo tomen en serio, debería al menos pintar cien cuadros. Hay en ese enunciado no sólo una valorización cuantitativa de la obra, sino que invita a pensar la figura del artista sin obra. Parte de la novela transita esa idea.
El protagonista de Pinceladas musicales es “un artista pintor”, un vecino de Pringles retirado del comercio al que le ofrecen pintar un mural en las paredes del salón de actos del Palacio Municipal, el  ofrecimiento se debe a su “reputación”,  al “prestigio ambiguo que se ganan en un pueblo los que practican actividades improductivas” y “porque hay un pintor (…) al que no se le encontraba función”, y es ahí donde se pone en juego la valorización que en distintos ámbitos se hace de la actividad artística y del éxito en términos productivos que esta tiene, en otras palabras: que hacemos con el vago del pueblo. Es de destacar que Aira convenientemente rodea a su artista de una obra inexistente. Pero otro es el motivo que el narrador  señala: romper con la uniformidad del paisaje urbano que hacía de esos pueblos lugares idénticos unos de otros y la necesidad de subsanar la falta de representación simbólica de la que adolecía Príngles, un hecho algo extraño si se tiene en cuenta que la novela transcurre en los años del primer peronismo.
La trama es mínima y se va desgranando entre personajes excéntricos y reflexiones inteligentes que representan lo más jugoso y sustancial del texto, en él Aira va entramando entre los capítulos del libro, todo un pequeño aparato crítico sobre la pintura y el arte, a la vez que invita a leer esta novela y acaso buena parte de su obra en relación a textos ensayísticos como Sobre el arte contemporáneo, donde analiza las vanguardias en el arte y se posiciona ahí, en ese espacio donde la obra es indisociable del contexto donde se genera y se desarrolla. 
Una cosa resulta evidente, a esta altura Pringles forma parte de esos territorios míticos tales como el condado de Yoknapatawpa de Faulkner o el pueblo Ile-Combray en la obra de Marcel Proust, y hay en Pinceladas musicales un guiño a esos lugares donde circulan y se trafican los relatos[1], ese espacio de concentración en Pringles es el hotel donde en los relatos quedaban “cosas sin decir, episodios enteros omitidos” que el narrador completaba con “reflejos de lecturas y con la desenvoltura de la naciente vocación literaria”. Por supuesto que tratándose de una novela de Aira, las desviaciones en la trama, las digresiones y los “disparates” están presentes como una marca indeleble, hay una mujer que tiene un encuentro revelador con un árbol, un fugitivo enano que después de haber matado a un hombre logra esa condición para que la culpa no tardara tanto en ocupar la totalidad de su cuerpo, el pintor en su retiro a una vida de contemplación es visitado por el fantasma de su mujer y termina compartiendo territorio a orillas del arroyo Pillahuinco con un grupo de linyeras. Y acaso los planos de esa “casita” de estructura ensamblada  junto al arroyo que le construyó un carpintero de acuerdo a las indicaciones de ese modelo, sean la única prueba de su arte. Finalmente la prosa de Aira, un tono lírico que como una ola incontenible arrastra a todo el texto y que es fruto de la poesía y de lecturas que se fueron contaminando y que no excluyeron la fábula y el cuento infantil, puede que de ahí surja ese efecto de encantamiento al que alguna vez se refirió  Juan José Becerra. Ese efecto y la invención disparatada me recuerdan al malogrado Richard Brautigan. Dudo que Aira lo haya leído y puede que la comparación sea digna de uno de esos disparates.


[1] La cita es de Silvia Molloy


Diego Zappa
Cultura Perfil
Domingo 22 de septiembre 2019

lunes, 20 de noviembre de 2017

Juan Forn

El último libro de ficción que escribió Juan Forn se editó hace exactamente diez años y sus corazones cautivos son protagonistas de un mito familiar. Después de María Domecq Forn no publicó ficción y al menos en las entrevistas que concedió no ha dado señales claras de estar escribiendo nuevo material en ese registro. Desde entonces sus notas para el suplemento Radar de Página/12 y las contratapas de los viernes ocuparon todo su interés como escritor. Sin embargo tanto María Domecq como los “ensayos” de La tierra elegida, son el resultado del trabajo y la manipulación bien entendida que Juan Forn ha hecho de la materia con la que inclaudicablemente viene trabajando desde la publicación de su primera novela: las historias. De ahí que Forn sea al menos para mí y por todas buenas razones, un escritor certero y conservador, es decir, el objeto de su obra estaba claro y definido desde sus comienzos. La forma para Forn no es un fin en sí mismo, es el vehículo que le permite contar una historia de la mejor manera posible y en ese sentido Forn es -si se me permite el viscachazo- el feliz y acaso único sobreviviente de aquella batalla estética y mercantilista entre babélicos y planetarios.
La contratapa de La tierra elegida viene acompañada de la siguiente aclaración: “Para quienes quieran saber cómo era la vida de Forn en Villa Gesell antes de Los viernes y de María Domecq, he aquí la respuesta” y esa aclaración de alguna manera redunda en aquello que los lectores de Forn saben de antemano, que las notas que reúne este volumen que condensa en un solo libro lo ya publicado en uno anterior del mismo nombre y en Ningún hombre es una isla son la forma extendida de las contratapas de Página/12 y que dentro contienen el punto de partida hacia María Domeqc. Por lo demás el libro cierra con ese antecedente. El texto (jibarizado en la novela) lleva como título La malquerida y es de todos los incluidos en la selección el más largo y personal, en él y a través de distintos planos narrativos que incluyen la historia del arte y el registro autobiográfico, Juan Forn da cuenta de los pormenores de la creación y el estreno de Madame Buterfly, las circunstancias y las razones que lo llevaron a indagar en la historia familiar que terminó con la escritura de su novela y en las presiones laborales que significaron su colapso personal y que por prescripción médica devino en la elección de una nueva tierra elegida.
Ahora bien, ¿qué hace que un libro como La tierra elegida, se vuelva una lectura adictiva y urgente para un lector que, como es mi caso, casi no lee crónicas y que frente a la especificidad temática del ensayo presenta una conducta algo reactiva? La respuesta está en lo anteriormente señalado, Forn parece tener un ojo implacable para iluminar aquellas zonas que transforman  una vida o un acontecimiento en materia narrativa, y como todo buen narrador es en la indagación de las historias y los secretos que hay detrás de sus protagonistas (sean estos escritores caídos en desgracia, artistas plásticos o cineastas) donde encuentra la clave en apariencia invisible que las transforma en relato.
Pero no es sólo eso o al menos no lo es todo, el libro funciona también como una guía de lectura en la que (como en toda guía) predomina el gusto personal y la arbitrariedad, nombres como el del japonés Yasunari Kawabata, las hermanas Mitford o el escritor norteamericano John Crowley señalan una búsqueda que, se me ocurre ahora, no pocas veces está regida por el hallazgo azaroso. Sin embargo, esa misma guía presenta si se quiere otro territorio acaso mejor delimitado, ahí el lector puede hallar un mapa referencial de buena parte de lo mejor de la literatura europea, sobre todo de aquella que se produjo en esa formidable etapa de cambio político y global encerrada a sangre y fuego entre la primera y la segunda guerra mundial. Y acá es necesario redundar en el recurso de identificar y señalar algunos nombres propios: Lev Tolstói, Isaak Babel, Joseph Brodsky, Boris Pilniak, Vasili Grossman, Sandor Marai, Joseph Roth y Norman Manea entre otros dan cuenta de otra forma de leer, metódica y programática. Absolutamente personal.
Diego Zappa


domingo, 19 de febrero de 2017

Casa de muñecas

Las chicas, el debut literario de Emma Cline es una novela de iniciación. Sin embargo, puede también incluirse en ese subgénero de la literatura norteamericana que se nutre de material histórico y en especial de crímenes que a fuerza de impacto mediático y social y de violencia desmedida terminan transformándose en oscuros mojones culturales, Libra de Don Dedillo y A sangre fría de Truman Capote son buenos y grandes ejemplos. La referencia histórica con la que trabaja Cline en su novela son los asesinatos cometidos por la familia Mason en la casa que alquilaban Roman Polanski y su esposa Sharon Tate en Los ángeles la noche del 9 de agosto de 1969.
Evie, la protagonista y la voz narradora que divide el relato en dos planos temporales es una adolescente de catorce años que vive con su madre separada (y por ese mismo hecho colapsada y algo a la deriva, la misma deriva imprecisa que sufre la propia Evie en la medianía de su vida, partida en dos por la experiencia ferozmente vital y abrumadora que en aquel tórrido verano la marcó a fuego y para siempre)  que pasa sus días entre la casa de su mejor amiga y la suya propia a la espera de viajar a un internado a proseguir sus estudios. Esa espera,  entre cigarrillos de mariguana, canciones como mensajes encriptados, una vida confortable  y el despertar sexual, es un tedio perturbado por el umbral que separa a la niña de la adolescente: un umbral que los hombres transitamos por sus bordes  y por el que solo podemos realizar una exploración torpe y a ciegas.  Y es ahí, en ese territorio impreciso y resbaladizo donde se apoya el eje central del relato.
En uno de sus tantos paseos por el parque, Evie conoce a unas chicas hippies y se fascina con ellas, en especial con la mayor, Suzanne. Su belleza y su libertad le parecen esconder un misterio indescifrable y encantador, y que contrariamente a lo que algún crítico señaló como una falla que afecta directamente a la credibilidad de la “pasión que Evie siente por ella”, para quien esto escribe, ese misterio que apenas sugiere una arista trágica hace que la dimensión del personaje logre una fuerte encarnadura humana , después de todo, se me ocurre ahora, que es la pasión sino una de las formas más extremas del misterio. Finalmente y después de un frustrado rito de iniciación que posiblemente sea la llave para entender uno de los hechos culminantes de la historia, Evie se suma al grupo y es llevada al rancho y conoce a Russell, músico frustrado y líder mesiánico.
A partir de entonces, la novela discurre en planos binarios: por un lado la existencia que transcurre entre el rancho y la casa de su madre y que funciona para Evie como un espejo roto e invertido que refleja su vida asfixiante y tediosa en el pueblo de Petaluma donde tiene que lidiar con la ruptura de su mejor amiga y el divorcio de sus padres,  y por el otro, la aventura en el rancho liderado por Russell cuyo deslumbramiento que sienten y le profesan sus habitantes, en el caso de Evie está desplazado hacia las chicas y en especial hacia Suzanne, centro gravitacional del universo femenino de la comunidad. Emma Cline escapa a la tentación del impacto fácil y evita emplazar la trama en la figura de Russell, que es aquí un personaje periférico y la centra en la relación de las adolescentes del rancho, muñecas frágiles  y solitarias y de una violencia contenida que estallará con una furia demencial. Entregada a ese grupo de mujeres jóvenes y especialmente a Suzanne, Evie experimentará con drogas y conocerá el sexo como herramienta de poder y manipulación. El otro plano ya lo mencioné antes, es la voz narradora y su punto de vista, uno desde la actualidad y el otro desde el mismo año en que ocurrieron los acontecimientos, ambos registros en algún momento se entrecruzan y se contaminan y la voz de la Evie adolescente  tiende a confundirse con las reflexiones de la adulta. O viceversa.

Diego Zappa


viernes, 27 de noviembre de 2015

Brautigan / En azúcar de sandía: El sueño terminó

Cuando pienso en Richard Brautigan, pienso en lo difícil que fue encontrar sus libros. Antes que la barcelonesa Blackie books creara su biblioteca Brautigan y comenzara el rescate de su obra, en los años ochenta  Anagrama publicó tres de sus novelas: El monstruo de Hawkline, Un detective en Babilonia y Williard y sus trofeos de bolos. Las ventas fueron exiguas y sólo la última fue reeditada en 2003, después desaparecieron y la editorial de Herralde las descatalogó. Lo mismo hizo con los libros de Barthelme, un escritor que estilísticamente poco tiene que ver con Brautigan, pero que sin embargo se espejan en su singularidad. Como Barthelme, Brautigan solo se explica a sí mismo.
Su historia es una de esas tragedias personales que los americanos pronto transforman en mito: su padre nunca lo reconoció y su madre lo abandonó a los nueve años junto a su hermana en una habitación de un hotel en Montana. A los veinte años, luego de haber apedreado una comisaria fue internado en un psiquiátrico con un diagnóstico que sumariaba esquizofrenia, depresión  y paranoia, razón por lo cual fue sometido a varias sesiones de electroshocks que, como el mismo Brautigan declaró “alcanzarían para iluminar todo un pueblo” (de a ratos pienso que sus delirantes argumentos son deudores de esa traumática experiencia) después, San Francisco, las drogas, el verano del amor, la experiencia lisérgica de los hippies y el éxito descomunal de La pesca de la trucha en América lo transformaron en una especie de gurú contracultural, de ahí en más todo fue un camino de mano única hacia el olvido y la inevitable caída. Rápida y definitiva. Después de veinte años de carrera, diez novelas, algunos poemarios y un único libro de cuentos, el 25 de octubre de 1984 el cuerpo de Richard Brautigan fue hallado muerto en  avanzado estado de putrefacción con un disparo de arma en la cabeza. 

Leer a Brautigan es ingresar en un mundo onírico de imaginación incontinente sin filtro aparente  y de algún modo absurdo, un mundo que algunos de sus lectores identifican con el surrealismo y cuyas leyes internas tienen la lógica monolítica y el (in)verosímil desconcertante de las narraciones infantiles.  Ahí, en esa práctica de lectura aparentemente inocente,  reside el secreto –si es que lo hay- que hace de su obra una experiencia adictiva: con una prosa directa y melódica "deudora de la experiencia nomadista de los beatnicks y de la transparencia vitalista de Ernest Hemingway", el pacto de representación literaria que los textos de Richard Brautigan establecen con el lector es primario y funciona como un fenómeno de encantamiento.
El último libro que leí de Brautigan fue En azúcar de Sandía, una novela que pertenece a sus años de esplendor y que a pesar de su aparente inocencia y la liviandad de su prosa, resultó oscura y profética. Su estructura está construida por un sistema de engarce que hace de los hechos narrados eslabones de una cadena flexible y serpenteante.  En algunos casos, sus capítulos funcionan como destellos autónomos dentro de una trama que aún así, no se disgrega y mantiene su unidad argumental. Micro relatos  que no cuentan una historia, sino que funcionan como una paleta de colores brillantes que pintan el cuadro de un paisaje y que por momentos lo inmovilizan.  La novela, publicada en 1968, narra la vida en YOmuerte, una comunidad de connotaciones míticas donde todo está construido con azúcar de sandía, los objetos olvidados se resguardan en un territorio infinito llamado la olvidaría y el poder del silencio asecha hasta la fuerza misma de la naturaleza. La impresión inicial, es la de estar frente a un texto de contornos surrealista, pero para quien esto escribe, el desborde de imaginación convoca la geografía de Wonderland y la figura genial y fantasmal de Lewis Carroll: estatuas con formas de papa y zanahorias, sandías y cielos de distintos colores de acuerdo a cada uno de los días de la semana, truchas que salen a observar la vida de los hombres en la tierra, ríos que cruzan hogares y sobre todo la presencia ominosa de tigres tan ferozmente carnívoros como culposos y parlanchines y que en tiempos pretéritos compartieron con los habitantes de YOmuerte el derecho de permanecer en ella y que finalmente desaparecieron.  Es ahí, en los capítulos dominados por los tigres donde la novela entra en una zona de ambigüedad que la vuelve hipnótica.  El lector navega entre la figura retórica de la metáfora y el didactismo del manifiesto ecológico.
Entre todo ese delirio, no exento de un humor melancólico y sombrío, la historia como una  trama delicada e invisible se va tejiendo. Y en ella, hay lugar para el desengaño amoroso y para una matanza colectiva que presagia el fin del flower power y las locuras mesiánicas de ciertas comunidades hippies/religiosas.

Con esta novela Brautigan dejó atrás el verano del amor e hizo suyo el mantra con que John Lennon, luego de la separación de los Beatles clausuró de una vez y para siempre la utópica década del sesenta: The dream is over.


                                                                    

miércoles, 27 de mayo de 2015

El ministerio del miedo

    

_”Camarada Ivanov, la historia hay que contarla de una manera que refleje la verdad revolucionaria”.
“La lucha más importante de la vida no se libraba para controlar los acontecimientos, sino la forma de recordarlos”

Hasta donde sé Ken kalfus (Nueva York, 1954) lleva publicados tres libros de cuentos y tres novelas, dos de ellas, la que aquí nos ocupa y la comedia negra sobre el 11 S, Un trastorno propio de este país fueron traducidas y editadas por la editorial Tusquest. Por lo demás, Kalfus es un casi perfecto desconocido en Argentina.
Thirst su debut de 1998, fue elegido por el The New York Times Book Review como uno de los libros del año. Y quien quiera tener un acercamiento mínimo a esa colección de cuentos, hará bien en buscar la antología de autores norteamericanos Generación quemada (editorial Siruela) donde su cuento Los centros comerciales invisibles, brilla entre textos de firmas más conocidas y reconocidas, llámense Jefrey Eugenides, Dave Eggers o David Foster Wallace. En el Kalfus rinde homenaje a Italo Calvino y a sus ciudades invisibles de la mano de un Marco Polo que viaja por el imperio y explora las populosas ciudades de costumbres milenaristas y consumistas de los Shopping Centers. De ahí que algún apresurado  haya definido a Kalfus  como una mezcla de “Updike, Calvino y Kafka”. Su segundo libro de cuentos, Pu- 239 and other russian fantasies, se publicó un año después y buena parte de sus historias se centran y se desarrollan en Rusia, una obsesión que persigue a Kalfus y que se engrandece y se traslada a su primera y extraordinaria novela: The Commissariat of Enlightenment. El parpadeo eterno en la versión de Ana Herrera su traductora al español. En este contexto, no resulta un dato menor consignar aquí, que Kalfus contrajo matrimonio con una mujer rusa y que vivió en Moscú entre 1994 y 1998.
El parpadeo eterno es, si se me permite la definición, una novela histórica. Y subrayo la duda y la precaución, porque, quien esto escribe no sabe a ciencia cierta a que cosa se la etiqueta de esa manera.  La historia, más allá  del dato duro, la rigurosidad de los documentos historiográficos y la  certeza de las fechas, fue, -es- desde siempre, una moldeable y muy elástica materia narrativa. De todas formas, supongo, aquí se hallan los elementos de aquello que establece los límites del género: Investigación histórica, un fondo de hechos y sucesos más o menos ciertos y un conjunto de personajes reales y ficcionales que terminan por conforman un reparto ejemplar para una trama cronológicamente ascendente y narrativamente vertiginosa.
La novela está dividida en dos secciones, Pre y Post: las mismas se corresponden a los años que delimitan uno de los acontecimientos centrales e inaugurales del siglo XX, la revolución Rusa. La narración se inicia en el año 1910 con la agonía de León Tolstoi, figura totémica de la literatura rusa y de alguna manera esa sección, la más larga del libro, funciona como núcleo de la trama y como si de una representación teatral se tratara, el acto donde se presentan los personajes centrales y se vislumbra el centro del conflicto narrativo. Ahí, en el escenario de la estación de trenes de Astapovo, pueblo rural en las afuera de Tula, se encuentran, Lenin, Josef Stalin, el embalsamador y anatomista Vladimir Petrovich Vorobev y un joven camarógrafo de expectante mirada hacia el futuro llamado Nikolai Gribshin, todos, o casi todos,  seguros de lo que allí van a buscar. Y el casi corresponde y señala al joven Gribshin, que a través de la odisea que le significa filmar los últimos momentos del célebre conde, descubre su destino y el gran poder del cine a través de la imagen y su manipulación. De alguna manera para Gribshin la muerte de Tolstoi representa también el fin de una forma de contar y el nacimiento de otra de mayor poder testimonial y más eficaz a la hora de generar sentido. Kalfus, con mano maestra y en escenas memorables, no solo narra los convulsionados años de la revolución bolchevique y sus tensiones internas, sino también, la expectativa que generaba la llegada del nuevo siglo, un nuevo umbral, la visión de un futuro sin límites en el horizonte donde los hombres de ciencias serian “los sumos sacerdotes de una nueva religión” y esa nueva religión, la  que llegaba con la electricidad y el nuevo orden impuesto, suplantaría a la otra, reemplazaría su iconografía y a su mito fundante y  sería capaz de vencer a la muerte de una buena vez y para siempre.  Pero por sobre todas las cosas, tras ese fondo de convulsión política  y nieves inclementes, la novela –tal como señalé más arriba- da cuenta de la transformación de Nicolás Gribshin: de joven camarógrafo a burócrata miembro del Comisariado de Instrucción Pública. En sus manos, aquello que devino pesadilla global, debía ser travestido en  hermoso sueño colectivo.  Exculpando al ideario socialista y protegiendo las sensibilidades ideológicas, así lo definió un reseñista del suplemento Babelia: “el autentico eslabón perdido entre la utopía socialista y la praxis soviética”.


                                                                                                                     

martes, 21 de abril de 2015

En el vientre de la ballena

Con el paso de los años voy desarrollado un interés por libros que abordan temas de los cuales todo lo ignoro. En principio, el efecto suele ser descorazonador: como si hiciera falta la evidencia de la prueba documentada, descubro que mi ignorancia es infinita. Leviatán o la ballena es uno de esos libros.
 Philip Hoare, ha escrito un trabajo apasionante sobre estos gigante del mar que desde los textos bíblicos, pasando por Moby Dick, Liberen a Willy y el avistaje controlado -esa forma moderna de turismo invasivo-, ha fascinado a los hombres y traccionado de forma tal la economía global, que aún hoy, a pesar de las medidas y las leyes conservacionistas que se han promulgado, se las sigue persiguiendo y cazando, para que, entre otras cosas, la humanidad (término que la lectura de este libro pone en cuestión) siga disfrutando de las sofisticadas fragancias creadas por las firmas de perfumes más exclusivas del mundo. Para Hoare, la historia de la ballena no es solo la del misterio de su evolución a través de los siglos, es también la historia del avance casi a ciegas de los estudios oceanográficos, de las distintas formas de representación que su enorme tamaño ha significado, de la historia de la literatura y de cómo esta última la transformó en una poderosa forma alegórica del mal absoluto. Y, es sobre todo, la historia del desarrollo paralelo que tuvieron el capitalismo y la industria ballenera entre los siglos XVI y XIX, ambos estimulados por la revolución industrial y un mercado que demandaba y consumía productos derivados de la ballena . Si bien las intenciones de Hoare exceden el enfoque económico, -de hecho su material desbordó en un libro posterior llamado El mar interior- se diría que de forma inevitable tropezó con él.  Para quien esto escribe, el centro mismo de esta ¨historia cultural de la ballena” descansa ahí mismo, sobre la tensión irreconciliable entre el avance tecnológico e industrial y un planeta que en términos de diversidad biológica y de recursos naturales, presenta una realidad catastrófica. En ese sentido el libro aporta datos contundentes y escalofriantes.

Solo dos ejemplos : “La flora y la fauna de la Tierra desaparecen a un ritmo de cien especies diarias”.

no fue hasta mediados del siglo XVIII cuando el país entero se volcó en la tarea ballenera. Una vez empezó, no obstante, Gran Bretaña alcanzó cotas de excelencia, aplicando la misma eficiencia que en su momento había mostrado en el tráfico de esclavos (…) sobre ambos pilares se asentaron las bases del imperio: el tráfico de esclavos para el cultivo de azúcar y la caza de la ballena para la fabricación de aceite”.  

Leviatán o la ballena, nace de una obsesión que para su autor comenzó con la visión de una maqueta a escala real de una ballena azul en el Museo de Historia Natural de Londres y que creció con la lectura de Moby Dick, la otra obsesión persecutoria que anida en el texto. Quienes quieran conocer algo sobre  la biografía de Melville, el libro traza una pequeña panorámica de su vida. Hoare, que de estructura la narración en base a algunos capítulos de Moby Dick, pasa por los momentos importantes en la formación del escritor, desde el trabajo en conjunto con su madre, luego de la muerte de su padre para mantener la casa y ayudar en la crianza de sus siete hermanos, pasando por frustrantes trabajos burocráticos de modales inequivocadamente bartlebyanos, hasta llegar a dos momentos de carácter fundacional para su formación literaria: el enrolamiento en el Acushnet -un barco ballenero que media treinta y un metro y setenta centímetros de eslora, apenas algo más que el largo de una ballena azul, dato que por sí solo describe el peligro que significaba en el siglo XIX la actividad de la caza de ballena y del que  Melville desertó en 1842 , en las islas Marquesas donde convivió con caníbales y de cuya experiencia se nutre su exitoso libro, Typee-, y su encuentro y posterior amistad con Nathaniel Hawthorne, figura literaria ya consagrada que de alguna manera funcionó como reflejo invertido del autor de Benito Cereno y que tuvo gran influencia sobre este en los años que trabajó  en la escritura de su inmortal novela. Contrariamente al Melville aventurero de entonces,  Howthorne, de carácter introspectivo, pasaba largos períodos de encierro y soledad, de ahí que pueda pensarse el aislamiento como núcleo generador de su literatura. Hoy es fácil e inevitable pensar la postergación Kafkiana sin los antecedentes de Wakefield y Bartleby el escribiente.

Hoare a través de una escritura cuyos procedimientos le deben tanto a la narrativa de Sebald, como a libros “livianos” de divulgación científica, va desgranando y soltando –entre otras cosas que el libro generosamente nos ofrece- experiencias personales, datos duros, registros cartográficos y migratorios, anécdotas y curiosidades que hacen de Levitán o la ballena un viaje placenteramente inesperado y profundamente enriquecedor a lomo de la criatura animal más grande y fascinante de la creación. 

miércoles, 14 de enero de 2015

Otras voces otros ámbitos

Stephen Dixon

En el número 253 del suplemento Radar libros de Página/12, Rodrigo Fresán presentaba a Sthepen Dixon. Allí Fresán señalaba su condición de escritor fértil y secreto y ejemplificaba esto último contando mínimos detalles del incierto camino editorial de su novela “I” que por entonces contabilizó quince rechazos (incluido el de la editorial que hasta ahí lo publicaba) hasta recalar finalmente en el sello McSweeney´s propiedad del escritor Dave Eggers.
Trece años después, otro sello independiente, Eterna Cadencia, en este caso, presenta la primera traducción de Dixon al castellano, una colección de cuentos seleccionados por Eduardo Berti y prologados por el mismo Fresán. En aquella nota, el escritor argentino puntualizaba los límites difusos de lo que denominó “el método Dixon”: novelas de tramas fragmentadas cuyos cimientos descansan en formas narrativas breves y cuentos con estructuras corales y flexibles más aptos para el desarrollo de novelas. Y un dato central, la imagen de un rompecabezas al que casi siempre le falta la pieza clave que aclare todo el asunto. Y algo y mucho de eso hay y se muestra en esta colección, -cuyo perfecto ensamblaje hace que la lectura inicial engañosamente liviana, con el correr de los cuentos vaya ganando intensidad y termine de manera absolutamente conmovedora- porque en muchos de estos relatos es precisamente esa pieza la que falta y se esconde entre las distintas voces que en locaciones que mayoritariamente pertenecen al espacio público -la calle, hospitales y hoteles, zonas de circulación anónima- se acumulan, testimonian y dan forma y deforman las distintas versiones que cruzan algunas de estas historias y dan como resultado textos de una subjetividad extrema. Aún, como en el “experimental” Adiós al adiós una única voz narradora puede desdecirse permanentemente y alterar las versiones de un mismo hecho.

¿Qué cuentan estas historias? ¿Cuál es el tema medular que subyace bajo esta superficie construida con una escritura llana y directa? Narran la soledad y sus sombras, las rupturas amorosas y sus desencuentros angustiantes, el vacío interminable después de la violencia, la incomunicación, la distancia irreconciliable entre la certeza de la propia mortalidad y los distintos discursos científicos y burocráticos, la muerte y las siluetas fantasmales que la convocan, con un estilo que, como acertadamente leí en alguna reseña, “adelgaza el lenguaje hasta que solo queda un fina y cortante línea de significantes que emerge en el texto en carne viva, sin contaminación estética”. Son fuerzas poderosas que empujan la trama hacia una incertidumbre casi irreversible. Entremezclado con ellas el humor aliviana el tono  y paradójicamente logra un clima aún más amargo. Dixon es un escritor con una visión desesperada y pesimista del mundo, en sus cuentos, la violencia es el destilado crudo de esa mirada. De a ratos contenida, cuando se desata es impiadosa. Tal vez el ejemplo más claro del libro sea El intruso, donde en el espacio cerrado e intimo de un departamento, se cuenta con un grado de detalle pavoroso, la violación de una mujer frente a su novio que en algún momento de la trama es obligado por el agresor a participar del horror, este hecho hace que, por momentos el lector tenga la incómoda sensación de estar observando un juego sexual y macabro consentido por la pareja.

Es difícil elegir uno solo de estos cuentos, sin embargo corte me parece absolutamente representativo del “el método Dixon”: otra vez las voces que se cruzan y la confirmación que, ante la degradación del cuerpo  y la inminencia de la muerte, la soledad es infinita y el lenguaje un cuerpo inerte que lucha por comunicar lo indecible. 

D.Z.