Susana Viau.
“Yo no reconstruí mi vida, me hice otra”, dijo en una entrevista, al promediar los 90. A la frase le siguió, raro en ella, un sollozo ronco, un rugido. Lo que expresaba esa mujer de ojos desconfiados y voz cortante no era tristeza sino dolor. Para esa época Sergio Schoklender había pasado ya a formar parte de esa “otra” vida, de la segunda vida que Hebe de Bonafini se había inventado. Lo conoció durante una visita a la cárcel y el día que el joven sombrío obtuvo la libertad lo llevó a trabajar con ella – con “ellas”– a la Asociación Madres de Plaza de Mayo.
Lo trató como a un hijo, lo llamó “hijo” y cuidó como a su nieto al hijo de su “hijo” . Poco a poco, la figura de Schoklender, con sus gafas oscuras y su ropa negra, se hizo familiar en la sede de Madres y en la Universidad. El era quien las acompañaba en sus viajes, las ayudaba a subir y bajar de la “combi”.
El resto de las madres, acabó aceptándolo : “Sergio” se había hecho imprescindible. Era difícil de explicar la relación anudada entre la madre de dos militantes maoístas desaparecidos y el hombre acusado de un doble asesinato, en mayo de 1981: el de su madre Mirta y el de su padre Mauricio, socio de Pittsburg & Cardiff, representante de las acerías Thyssen y, aseguran, mezclado en negocios turbios con Eduardo Emilio Massera. Se conjeturó que ese vínculo no era más que la expresión de la voluntad transgresora de Hebe de Bonafini – o “Kika” Pastor en su primera, feliz vida--, de su desparpajo ante las buenas conciencias, de su desafío sistemático a una sociedad que había consentido su desgracia . Hebe, en verdad, era todavía extrema, imperativa, radical, principista, intransigente. Se negaba a remover terrones para buscar cadáveres y condenaba al fuego del infierno a los que reclamaban indemnizaciones por ellos. Sostenía que a la Asociación y a Línea Fundadora las separaba un abismo de clase y contaba con regocijo cómo alguna vez había encerrado a dos madres en la cocina del local para que no se escaparan a la hora de lavar los platos. Las madres de la Asociación almorzaban juntas, se turnaban para hacer las compras. Su “casa” era un reducto de mujeres, una congregación laica.
Hasta la llegada de Schoklender.
Entonces el logo del pañuelo blanco sobre fondo azul comenzó a transformarse en insignia de un pujante emprendimiento . Sería injusto adjudicar esa mutación a la obra de un solo hombre. Fue el producto de la ambición de dos: Schoklender y Néstor Kirchner , que soldó con un chorro de dinero el destino de las madres a la imagen de su gobierno. En su libro “El Flaco”, José Pablo Feinmann describe con ingenuidad brutal las dos opciones que Kirchner se planteó para llenar de consenso a una administración elegida con la menor cantidad de votos de la historia: apelar a la peligrosa insumisión del movimiento asambleario o blindarse con los derechos humanos para recién después, desde el gobierno, capturar el Estado y ponerlo “a nuestra disposición”. “Lo que no vamos a poder (…) es movilizar a los asambleístas del 2001.
Nuestro punto de partida tiene que ser los derechos humanos (…) ¡Eh, José! ¿Qué pasa? ¿Cómo te llevás con Hebe?”, lo acicateaba el flamante mandatario.
“¿Sabe en qué residía la inteligencia de Kirchner? – pregunta un radical santacruceño--. En trabajar sobre la miseria humana”. El patagónico recibió a las madres, a los hijos, a las abuelas, a las viudas, a los ex presos y a los sobrevivientes de los campos, los sentó en los lugares de privilegio. Pero la elegida para ser el mascarón de proa del “modelo” nacional y popular, el emblema del “dedo en el culo” (Feinman dixit) que quería meterle a un enemigo difuso tenía que ser Hebe de Bonafini y no otra porque “Hebe es un tanque. Y el más grande de todos los símbolos . La madre de las Madres”. Nadie salió del despacho del ex presidente con las manos vacías y Hebe de Bonafini menos que nadie. La Universidad de las Madres se puso intolerante con los atrasos de los alumnos en las cuotas y con los profesores díscolos, firmó convenios con las universidades peronistas de Lomas, Quilmes y San Martín, creó departamentos jurídicos, AM 30 Madre, su radio, percibió jugosos subsidios y nació “Sueños Compartidos”, una cooperativa de trabajo y vivienda cuyos socios, humildes entre los humildes, tenían la obligación de concurrir a los actos “K” bajo pena de despido.
“Sueños Compartidos”, protegida por el ministerio de Planificación, se desarrolló con velocidad en las provincias ultra “k” y en la Capital. Con la misma rapidez comenzaron a circular rumores de corrupción , de precios astronómicos para el metro cuadrado de construcción, de licitaciones truchas, de parvas de cheques sin fondos. Eso y el nombre de Schoklender estuvieron presentes en el estallido de los sucesos del Parque Indoamericano. Mientras crecían las versiones de las desmesuradas sumas que el apoderado de Madres timbeaba en el casino flotante , de su extravagante manía de desplazarse en helicóptero o en un Cessna Citation que todos aseguraban eran de su propiedad, de su vida cotidiana lujosa en el country Highland, las madres de la Asociación dejaban en el camino a sus fieles militantes y l os rostros más polémicos del staff ministerial reemplazaban a los viejos aliados . Hebe de Bonafini entregó su pañuelo a Cristina Fernández, llamó “hijo querido” a Kirchner primero y después a Boudou. Con su anuencia, Kirchner fue homenajeado como el “desaparecido 30.001”. El plan maestro parecía haber triunfado.
La denuncia de la Coalición Cívica, sin embargo, acaba de i mpactar en la línea de flotación de la construcción ideológica kirchnerista y reviste una gravedad mucho mayor para el gobierno que cualquiera de las causas penales que acechan a sus funcionarios. Son los piolines del esquema de poder tejido por Kirchner los que Schoklender, al fin y al cabo un personaje secundario de la historia, acaba de desnudar y poner en crisis. Tarde o temprano tenía que ocurrir porque ese relato imaginario tiene una base material que no se asienta en la práctica de las masas sino en una montaña de dinero. La presidencia guarda silencio y hace bien: la correntada puede llevarse el decorado, los actores, la ficción en suma. Y lo que es peor, puede llevarse un mito. Aunque traten de marginarlo del tsunami, el símbolo moral Hebe de Bonafini está maltrecho, salpicado de sospechas. Un drama para las luchas democráticas y música para los oídos de la derecha cerril. Feinmann hizo gala de una claridad meridiana cuando le reconoció a su amigo, “el Flaco”: “Haber hecho de Hebe lo que Hebe es hoy no es el menor de tus méritos”.
Clarín, 28 de mayo de 2011
domingo, 29 de mayo de 2011
viernes, 27 de mayo de 2011
Sobre lo que podemos no hacer
Giorgio Agamben
Deleuze es una ocasión definió la operación del poder como un separar a los hombres de aquello que pueden, es decir, de su potencia. Las fuerzas activas están impedidas en su ejercicio, o porque son privadas de las condiciones materiales que lo hacen posible, o porque una prohibición hace este ejercicio formalmente imposible. En ambos casos, el poder -y esta es su figura más opresiva y brutal- separa a los hombres de su potencia y, de ese modo, los vuelve impotentes. Existe, sin embargo, otra y más engañosa operación del poder, que no actúa de forma inmediata sobre aquello que los hombres pueden hacer -su potencia-, sino más bien sobre su impotencia, es decir, sobre lo que no pueden hacer, o mejor aún, pueden no hacer.
Que la potencia también es siempre constitutivamente impotencia, que todo poder hacer es ya siempre un poder no hacer, es la adquisición decisiva de la teoría de la potencia que Aristóteles desarrolla en el libro IX de Metafísica. "La impotencia (adynamía) .escribe- es una privación contraria a la potencia (dýnamis). Toda potencia es impotencia de lo mismo y respecto a lo mismo (de lo que es potencia)"(Met. 1046a,29-31). "Impotencia" no significa aquí sólo ausencia de potencia, no poder hacer, sino también y sobre todo "poder no hacer", poder no ejercer la propia potencia. Y es precisamente esa ambivalencia específica de toda potencia, que siempre es potencia de ser y no ser, de hacer y no hacer, la que define ante todo a la potencia humana. Es decir, el hombre es el ser viviente que, existiendo en el modo de la potencia, puede tanto una cosa como su contrario, ya sea hacer como no hacer. Esto lo expone, más que a cualquier otro viviente, al riesgo del error, pero a la vez le permite acumular y dominar libremente sus propias capacidades, transformarlas en "facultades". Puesto que no sólo la medida de lo que alguien puede hacer, sino también y antes que nada la capacidad de mantenerse en relación con su propia posibilidad de no hacerlo, define el rasgo de su acción. Mientras que el fuego sólo puede arder y los otros vivientes pueden sólo su propia potencia específica, pueden sólo este o aquel comportamiento inscripto en su vocación biológica, el hombre es el animal que puede su propia impotencia.
Es sobre esta otra y más oscura cara de la potencia que hoy prefiere actuar el poder que se define irónicamente como "democrático". Este separa a los hombres no sólo y no tanto de lo que pueden hacer sino sobre todo y mayormente de lo que pueden no hacer. Separado de su impotencia, privado de la experiencia de lo que puede no hacer, el hombree de hoy se cree capaz de todo y repite su jovial "no hay problema" y su irresponsable "puede hacerse", precisamente cuando, por el contrario, debería darse cuenta de que está entregado de manera inaudita a fuerzas y procesos sobre lo que ha perdido todo el control. Se ha vuelto ciego respecto no de sus capacidades sino de sus incapacidades, no de lo que puede hacer sino de lo que no puede o puede no hacer.
De aquí la confusión definitica, en nuestro tiempo, de los oficios y las vocaciones, de las identidades profesionales y los roles sociales, todos ellos personificados por un figurante cuya arrogancia es inversamente proporcional a la provisionalidad e incertidumbre de su actuación. La idea de que cada uno pueda hacer o ser indistintamente cualquier cosa, la sospecha de que no sólo el médico que me examina podría ser mañana un videasta, sino que incluso el verdugo que me mata ya sea en realidad, como en
El proceso de Kafka, un cantante, no son sino el reflejo de la conciencia de que todos simplemente están plegándose a esa flexibilidad que hoy es la primera cualidad que el mercado exige de cada uno.
Nada nos hace tan pobres y tan pocos libres como este extrañamiento de la impotencia. Aquel que es separado de lo que puede hacer aún puede, sin embargo, resistir, aún puede no hacer. Aquel que es separado de la propia impotencia pierde, por el contrario, sobre todo, la capacidad de resitir. Y así como es sólo la ardiente conciencia de lo que no podemos ser la que garantiza la verdad de lo que somos, así también es sólo la lúcida visión de lo que no podemos o podemos no hacer la que le da consistencia a nuestro actuar.
en Desnudez, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2011.
Deleuze es una ocasión definió la operación del poder como un separar a los hombres de aquello que pueden, es decir, de su potencia. Las fuerzas activas están impedidas en su ejercicio, o porque son privadas de las condiciones materiales que lo hacen posible, o porque una prohibición hace este ejercicio formalmente imposible. En ambos casos, el poder -y esta es su figura más opresiva y brutal- separa a los hombres de su potencia y, de ese modo, los vuelve impotentes. Existe, sin embargo, otra y más engañosa operación del poder, que no actúa de forma inmediata sobre aquello que los hombres pueden hacer -su potencia-, sino más bien sobre su impotencia, es decir, sobre lo que no pueden hacer, o mejor aún, pueden no hacer.
Que la potencia también es siempre constitutivamente impotencia, que todo poder hacer es ya siempre un poder no hacer, es la adquisición decisiva de la teoría de la potencia que Aristóteles desarrolla en el libro IX de Metafísica. "La impotencia (adynamía) .escribe- es una privación contraria a la potencia (dýnamis). Toda potencia es impotencia de lo mismo y respecto a lo mismo (de lo que es potencia)"(Met. 1046a,29-31). "Impotencia" no significa aquí sólo ausencia de potencia, no poder hacer, sino también y sobre todo "poder no hacer", poder no ejercer la propia potencia. Y es precisamente esa ambivalencia específica de toda potencia, que siempre es potencia de ser y no ser, de hacer y no hacer, la que define ante todo a la potencia humana. Es decir, el hombre es el ser viviente que, existiendo en el modo de la potencia, puede tanto una cosa como su contrario, ya sea hacer como no hacer. Esto lo expone, más que a cualquier otro viviente, al riesgo del error, pero a la vez le permite acumular y dominar libremente sus propias capacidades, transformarlas en "facultades". Puesto que no sólo la medida de lo que alguien puede hacer, sino también y antes que nada la capacidad de mantenerse en relación con su propia posibilidad de no hacerlo, define el rasgo de su acción. Mientras que el fuego sólo puede arder y los otros vivientes pueden sólo su propia potencia específica, pueden sólo este o aquel comportamiento inscripto en su vocación biológica, el hombre es el animal que puede su propia impotencia.
Es sobre esta otra y más oscura cara de la potencia que hoy prefiere actuar el poder que se define irónicamente como "democrático". Este separa a los hombres no sólo y no tanto de lo que pueden hacer sino sobre todo y mayormente de lo que pueden no hacer. Separado de su impotencia, privado de la experiencia de lo que puede no hacer, el hombree de hoy se cree capaz de todo y repite su jovial "no hay problema" y su irresponsable "puede hacerse", precisamente cuando, por el contrario, debería darse cuenta de que está entregado de manera inaudita a fuerzas y procesos sobre lo que ha perdido todo el control. Se ha vuelto ciego respecto no de sus capacidades sino de sus incapacidades, no de lo que puede hacer sino de lo que no puede o puede no hacer.
De aquí la confusión definitica, en nuestro tiempo, de los oficios y las vocaciones, de las identidades profesionales y los roles sociales, todos ellos personificados por un figurante cuya arrogancia es inversamente proporcional a la provisionalidad e incertidumbre de su actuación. La idea de que cada uno pueda hacer o ser indistintamente cualquier cosa, la sospecha de que no sólo el médico que me examina podría ser mañana un videasta, sino que incluso el verdugo que me mata ya sea en realidad, como en
El proceso de Kafka, un cantante, no son sino el reflejo de la conciencia de que todos simplemente están plegándose a esa flexibilidad que hoy es la primera cualidad que el mercado exige de cada uno.
Nada nos hace tan pobres y tan pocos libres como este extrañamiento de la impotencia. Aquel que es separado de lo que puede hacer aún puede, sin embargo, resistir, aún puede no hacer. Aquel que es separado de la propia impotencia pierde, por el contrario, sobre todo, la capacidad de resitir. Y así como es sólo la ardiente conciencia de lo que no podemos ser la que garantiza la verdad de lo que somos, así también es sólo la lúcida visión de lo que no podemos o podemos no hacer la que le da consistencia a nuestro actuar.
en Desnudez, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2011.
domingo, 22 de mayo de 2011
Borges y el policial (I)
La tensión entre crimen y relato estructura el policial desde su origen: el crimen es la condición del relato. Hay relato porque hay crimen. Pero mientras éste es enigmático y conlleva la ausencia de sentido, aquel, por su parte, despliega sus dispositivos narrativos para revelar la verdad. Y es aquí donde hace su entrada el detective, figura constitutiva del género. Su función es revelar el enigma, llegar a la verdad y clausurar el relato. Dice Daniel Link en el prólogo a “El juego de los cautos”: “Si hay verdad (y no importa de que orden es esa verdad), debe haber alguien encargado de comprenderla y revelarla al lector. Es el caso del detective, que es un elemento estructural fundamental de la constitución del género. El detective, como señala Lacan, es el que ve lo que está allí pero nadie ve: el detective, podría decirse, es quien enviste de sentido la realidad brutal de lo hechos, transformando en indicios las cosas, correlacionando información que aislada carece de valor, estableciendo series y órdenes de significados que organiza en campos”.
“Emma Zunz”, el cuento de Borges, narra obsesivamente los preparativos de un crimen, a la vez que construye un relato para un lector futuro (el investigador). El relato termina donde debería comenzar la historia de la investigación. Pero sabemos que ésta no se narra. O mejor, se narra en forma desviada. “La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero era también el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”. En efecto, Emma Zunz construye un relato verosímil, una versión de los hechos difícil de impugnar por los investigadores. Hay sentido pero desviado: ya no es la inteligencia analítica del detective la que organiza el caos de signos. La lectura posible, perversa de los hechos– que luego se revelará fatalmente única- ya se encuentra inscripta en los pliegues ocultos del crimen. “Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardo en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería”.
Usando su cuerpo como prueba, Emma Zunz construye un relato (una realidad) que se impone a todos. Si el relato, de algún modo, se clausura, no lo hace en los términos del policial clásico: la verdad no se revela; el detective fracasa. Si bien “la historia era increíble”, el lector al que está dirigida se muestra incapaz de leerla en los términos establecidos, en sus orígenes, por Poe. La verdad se obtura pero no el sentido( procedimiento, por otra parte, que Borges utiliza en otros relatos), ya que el que enviste de sentido a los hechos no es el detective, incapaz de destejer la trama secreta vislumbrada por Emma desde que recibiera la carta anunciando la muerte de su padre. Emma, entonces, impone su mirada, o lo que es lo mismo, su lectura de los hechos. El género fracasa donde triunfa Emma: ordenar el caos de signos y (re)establecer el orden.
Si en “La muerte y la brújula”, Borges clausuraba el policial de enigma, en Emma Zunz cruza la frontera (genérica)y narra la imposibilidad del género (de un estado del género) de desnudar el carácter ficcional de la realidad.
Gerardo Zappa
“Emma Zunz”, el cuento de Borges, narra obsesivamente los preparativos de un crimen, a la vez que construye un relato para un lector futuro (el investigador). El relato termina donde debería comenzar la historia de la investigación. Pero sabemos que ésta no se narra. O mejor, se narra en forma desviada. “La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero era también el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”. En efecto, Emma Zunz construye un relato verosímil, una versión de los hechos difícil de impugnar por los investigadores. Hay sentido pero desviado: ya no es la inteligencia analítica del detective la que organiza el caos de signos. La lectura posible, perversa de los hechos– que luego se revelará fatalmente única- ya se encuentra inscripta en los pliegues ocultos del crimen. “Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardo en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería”.
Usando su cuerpo como prueba, Emma Zunz construye un relato (una realidad) que se impone a todos. Si el relato, de algún modo, se clausura, no lo hace en los términos del policial clásico: la verdad no se revela; el detective fracasa. Si bien “la historia era increíble”, el lector al que está dirigida se muestra incapaz de leerla en los términos establecidos, en sus orígenes, por Poe. La verdad se obtura pero no el sentido( procedimiento, por otra parte, que Borges utiliza en otros relatos), ya que el que enviste de sentido a los hechos no es el detective, incapaz de destejer la trama secreta vislumbrada por Emma desde que recibiera la carta anunciando la muerte de su padre. Emma, entonces, impone su mirada, o lo que es lo mismo, su lectura de los hechos. El género fracasa donde triunfa Emma: ordenar el caos de signos y (re)establecer el orden.
Si en “La muerte y la brújula”, Borges clausuraba el policial de enigma, en Emma Zunz cruza la frontera (genérica)y narra la imposibilidad del género (de un estado del género) de desnudar el carácter ficcional de la realidad.
Gerardo Zappa
viernes, 13 de mayo de 2011
Big Star
Tercer disco de Big Star, Third/Sister lovers es cautivante y desgarrador. Y Blue Moon es una balada que no tiene nada que envidiarle a la Velvet.
sábado, 7 de mayo de 2011
Kincón
En términos de publicación la obra de Miguel Briante es breve. En 1964 y antes de cumplir los veinte años publicó Las hamacas voladoras, un libro de una madurez infrecuente para alguien de su edad. Las hamacas voladoras no sólo presenta un estilo definido en sus intenciones y consumado en la escritura, donde la oralidad, la narración como centro y el uso preciso del fraseo regional generan una prosa envolvente, filosa y cautivante, sino que también -en algunos de sus cuentos- acorrala y delimita el territorio donde en lo sucesivo habrá de enclavarse la narrativa de Briante: General Belgrano y los márgenes del río Salado.
En 1968 aparece Hombre en la orilla y en 1983 Ley de juego, un libro definitivo y condensador. Uno de los grandes libros de la literatura argentina. Póstumamente se publicaron los relatos de Al mar y otros cuentos y la antología periodística Desde este mundo.
En el medio, Briante escribió su única novela. Publicada originalmente en Venezuela por la editorial Monte Avila y reeditada por Alfagura en la década del noventa, Kincón fue por mucho tiempo una obra de escasa circulación y casi desconocida en Argentina. Su libertad formal, la rigurosa contención en el manejo de un estilo que en manos menos expertas resultaría en el uso de un criollismo turístico y desbocado y la exposición estratégica en sus páginas de un estado de la lengua continental, esperan aún hoy, su merecido reconocimiento.
Kincón tiene su génesis en el cuento del mismo nombre incluido en Las hamacas voladoras. La novela lo expande y lo resignifica. Las distintas voces narradoras –que incluyen la del propio protagonista- dan a la narración una estructura coral y dan cuenta de la leyenda de un negro que llega desde el Mato Grosso a un pueblo de la provincia de Buenos Aires en los años veinte, o mejor aún, y esto es central, los retazos de historias que esas voces registran y ponen a circular. Porque para Briante, la vida de cualquier hombre, no es una hoja de ruta delimitada por fechas y acontecimientos legalizados por las formas burocráticas, sino los distintos relatos que esa vida produce y que el paso del tiempo articula e impone. Después, como en la narrativa de Briante, el lenguaje interviene y acaso interponga resistencia a los hechos narrados.
Diego Zappa
jueves, 5 de mayo de 2011
Sin escenas de justicia en la sociedad del espectáculo
Por Matilde Sánchez
La reciente proyección del documental Nuremberg, sobre el juicio a los jerarcas nazis, el siempre cercano caso del secuestro de Adolf Eichmann y el Juicio a las Juntas nos llevan a pensar que se ha perdido la chance de un espectáculo aún más extraordinario que el del asalto a Abbottagad: la pedagogía razonada de un juicio a Osama Bin Laden, asesino de masas. Todos estos ejemplos, es cierto, fueron precedidos del desarme de las fuerzas juzgadas. A cambio de la argumentación clásica para establecer la sanción histórica, con su acumulación de pruebas, enfrentamos un tabú inédito en la era de los medios: su ejecución, por parte de un comando de la Marina en violación de la soberanía pakistaní, se ha convertido en el film más valioso jamás filmado, solo visto por el Comité Uno de la Central Global. Algunos de las mejores páginas del siglo XX -la biblioteca va de Michel Foucault y Hannah Arendt a Paul Virilio y Guy Debord y, en ficción, a Philip Dick y Don DeLillo- parecen haber sido escritos para anticipar o comprender el inaudito salto de parámetros que señala la “justicia” extraterritorial administrada a Bin Laden. Comparado con ella, el juicio a Saddam Hussein parece una flojera compasiva.
Dejando de lado el debate sobre la pena de muerte -¿al genocida, a fin de cuentas un asesino supernumerario, lo asisten iguales derechos civiles?, ¿se debería haber alimentado a Eichmann como hoy se hace con Karadzic?-, la carrera de las comunicaciones eliminó todas las formas jurídicas. Washington juzgó que la escena del juicio, que establece una verdad mediante un proceso de pruebas y una defensa, era inviable tanto en el fuero americano como en la Corte de La Haya. La sorprendente foto del presidente Obama reunido con sus altos mandos y su canciller asistiendo al asalto mientras transcurre (numerosas películas adelantaron escenarios semejantes), con la familiaridad de códigos y el espanto previsible del género de acción, señala que nuestra época ha vuelto a cambiar. En el mismo rumbo del ataque a las Torres Gemelas, se trata de un salto hacia la poderosa impronta del relato global y del guión en esta política de las apariencias. Es claro que la tecnología perfeccionó la “transmisión”, el vía satélite que maravillaba por su “tiempo real” y su simultaneidad al otro lado del mundo e incluso en otros mundos, y la convirtió en centro de la actividad encubierta. La cumbre de esa evolución fue el alunizaje pero hubo hitos escalonados en esa carrera por las imágenes que reemplazó la conquista del espacio: los once minutos fortuitos que captaron el asesinato de J.F. Kennedy, el programa que registró la visita a los restos del Titanic hace unos años, pero también la manipulación del documental en Zelig, de Woody Allen, y la condecoración de Forrest Gump . Ante estos nuevos recursos para alterar el registro de la historia, y asumiendo capacidades desconocidas, hoy sujetas al uso militar y que aún no se aplican a otras industrias, el ciudadano-espectador se ve obligado a consumir un relato planetario como artículo de fe, asistido por unos pocos indicios manipulables: es necesario creer en las palabras del presidente Obama, pronunciadas con el tono de un bando real global y el profesionalismo de un anchorman del segmento premium ; y, por qué no, si ya todos los géneros se barajan, consumirlas como remake joven de un presidente que ya interpretó Morgan Freeman, cuando se dirige a la grey digital en coyuntura de victorias o catástrofes.
Los hitos mencionados se encaminaban a esta eclosión de supremacía tecnológica, de creatividad al servicio de un castigo ejemplar narrado con una transparencia solo aparente, mientras la política desemboca en lo ultracinematográfico de alta velocidad, en el foro de las pantallas líquidas de Time Square y en esa cubierta de la revista TIME -con el auspicio de Nasdaq, ¿cómo no?- donde el enemigo de estampa profética, el genocida arcaico, de los tiempos en que tampoco existía otra forma jurídica que el parlamento tribal de ancianos, ya ni siquiera es cuadro de una historieta sino un símbolo novísimo, el enemigo convertido en un emoticón eliminado.
Digamos mejor, el enemigo hundido. ¿Veremos algún día por televisión el rescate del body bag que conserva las reliquias de Osama en su cementerio oceánico, dónde estará -apenas me atrevo a escribirlo- si no en el Mar Muerto, para cerrar el relato con la broma ácida del vencedor?
Clarín, 4 de mayo de 2011
La reciente proyección del documental Nuremberg, sobre el juicio a los jerarcas nazis, el siempre cercano caso del secuestro de Adolf Eichmann y el Juicio a las Juntas nos llevan a pensar que se ha perdido la chance de un espectáculo aún más extraordinario que el del asalto a Abbottagad: la pedagogía razonada de un juicio a Osama Bin Laden, asesino de masas. Todos estos ejemplos, es cierto, fueron precedidos del desarme de las fuerzas juzgadas. A cambio de la argumentación clásica para establecer la sanción histórica, con su acumulación de pruebas, enfrentamos un tabú inédito en la era de los medios: su ejecución, por parte de un comando de la Marina en violación de la soberanía pakistaní, se ha convertido en el film más valioso jamás filmado, solo visto por el Comité Uno de la Central Global. Algunos de las mejores páginas del siglo XX -la biblioteca va de Michel Foucault y Hannah Arendt a Paul Virilio y Guy Debord y, en ficción, a Philip Dick y Don DeLillo- parecen haber sido escritos para anticipar o comprender el inaudito salto de parámetros que señala la “justicia” extraterritorial administrada a Bin Laden. Comparado con ella, el juicio a Saddam Hussein parece una flojera compasiva.
Dejando de lado el debate sobre la pena de muerte -¿al genocida, a fin de cuentas un asesino supernumerario, lo asisten iguales derechos civiles?, ¿se debería haber alimentado a Eichmann como hoy se hace con Karadzic?-, la carrera de las comunicaciones eliminó todas las formas jurídicas. Washington juzgó que la escena del juicio, que establece una verdad mediante un proceso de pruebas y una defensa, era inviable tanto en el fuero americano como en la Corte de La Haya. La sorprendente foto del presidente Obama reunido con sus altos mandos y su canciller asistiendo al asalto mientras transcurre (numerosas películas adelantaron escenarios semejantes), con la familiaridad de códigos y el espanto previsible del género de acción, señala que nuestra época ha vuelto a cambiar. En el mismo rumbo del ataque a las Torres Gemelas, se trata de un salto hacia la poderosa impronta del relato global y del guión en esta política de las apariencias. Es claro que la tecnología perfeccionó la “transmisión”, el vía satélite que maravillaba por su “tiempo real” y su simultaneidad al otro lado del mundo e incluso en otros mundos, y la convirtió en centro de la actividad encubierta. La cumbre de esa evolución fue el alunizaje pero hubo hitos escalonados en esa carrera por las imágenes que reemplazó la conquista del espacio: los once minutos fortuitos que captaron el asesinato de J.F. Kennedy, el programa que registró la visita a los restos del Titanic hace unos años, pero también la manipulación del documental en Zelig, de Woody Allen, y la condecoración de Forrest Gump . Ante estos nuevos recursos para alterar el registro de la historia, y asumiendo capacidades desconocidas, hoy sujetas al uso militar y que aún no se aplican a otras industrias, el ciudadano-espectador se ve obligado a consumir un relato planetario como artículo de fe, asistido por unos pocos indicios manipulables: es necesario creer en las palabras del presidente Obama, pronunciadas con el tono de un bando real global y el profesionalismo de un anchorman del segmento premium ; y, por qué no, si ya todos los géneros se barajan, consumirlas como remake joven de un presidente que ya interpretó Morgan Freeman, cuando se dirige a la grey digital en coyuntura de victorias o catástrofes.
Los hitos mencionados se encaminaban a esta eclosión de supremacía tecnológica, de creatividad al servicio de un castigo ejemplar narrado con una transparencia solo aparente, mientras la política desemboca en lo ultracinematográfico de alta velocidad, en el foro de las pantallas líquidas de Time Square y en esa cubierta de la revista TIME -con el auspicio de Nasdaq, ¿cómo no?- donde el enemigo de estampa profética, el genocida arcaico, de los tiempos en que tampoco existía otra forma jurídica que el parlamento tribal de ancianos, ya ni siquiera es cuadro de una historieta sino un símbolo novísimo, el enemigo convertido en un emoticón eliminado.
Digamos mejor, el enemigo hundido. ¿Veremos algún día por televisión el rescate del body bag que conserva las reliquias de Osama en su cementerio oceánico, dónde estará -apenas me atrevo a escribirlo- si no en el Mar Muerto, para cerrar el relato con la broma ácida del vencedor?
Clarín, 4 de mayo de 2011
miércoles, 4 de mayo de 2011
Cuerpo y política
El coronel Pedernera ordena hacer alto y habla con sus compañeros: el cuerpo se está deshaciendo, el olor es espantoso. Se lo descarnará y se conservarán los huesos. Y también el corazón, dice alguien. Pero sobre todo la cabeza: nunca Oribe tendrá la cabeza, nunca podrá deshonrar al general.
¿Quién quiere hacerlo? ¿Quién puede hacerlo?
El coronel Alejandro Danel lo hará.
Entonces descienden el cuerpo del general, que hiede. Lo colocan al lado del arroyo Huacalera, mientras el coronel Danel se arrodilla a su lado y saca el cuchillo del monte. A través de las lágrimas contempla el cuerpo desnudo y deforme de su jefe. También lo miran duros y pensativos, también a través de sus lágrimas, los rotosos hombres que forman un círculo.
Luego, lentamente, hinca el cuchillo en la carne podrida.
Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas, 1961.
¿Quién quiere hacerlo? ¿Quién puede hacerlo?
El coronel Alejandro Danel lo hará.
Entonces descienden el cuerpo del general, que hiede. Lo colocan al lado del arroyo Huacalera, mientras el coronel Danel se arrodilla a su lado y saca el cuchillo del monte. A través de las lágrimas contempla el cuerpo desnudo y deforme de su jefe. También lo miran duros y pensativos, también a través de sus lágrimas, los rotosos hombres que forman un círculo.
Luego, lentamente, hinca el cuchillo en la carne podrida.
Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas, 1961.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)