Por Matilde Sánchez
La reciente proyección del documental Nuremberg, sobre el juicio a los jerarcas nazis, el siempre cercano caso del secuestro de Adolf Eichmann y el Juicio a las Juntas nos llevan a pensar que se ha perdido la chance de un espectáculo aún más extraordinario que el del asalto a Abbottagad: la pedagogía razonada de un juicio a Osama Bin Laden, asesino de masas. Todos estos ejemplos, es cierto, fueron precedidos del desarme de las fuerzas juzgadas. A cambio de la argumentación clásica para establecer la sanción histórica, con su acumulación de pruebas, enfrentamos un tabú inédito en la era de los medios: su ejecución, por parte de un comando de la Marina en violación de la soberanía pakistaní, se ha convertido en el film más valioso jamás filmado, solo visto por el Comité Uno de la Central Global. Algunos de las mejores páginas del siglo XX -la biblioteca va de Michel Foucault y Hannah Arendt a Paul Virilio y Guy Debord y, en ficción, a Philip Dick y Don DeLillo- parecen haber sido escritos para anticipar o comprender el inaudito salto de parámetros que señala la “justicia” extraterritorial administrada a Bin Laden. Comparado con ella, el juicio a Saddam Hussein parece una flojera compasiva.
Dejando de lado el debate sobre la pena de muerte -¿al genocida, a fin de cuentas un asesino supernumerario, lo asisten iguales derechos civiles?, ¿se debería haber alimentado a Eichmann como hoy se hace con Karadzic?-, la carrera de las comunicaciones eliminó todas las formas jurídicas. Washington juzgó que la escena del juicio, que establece una verdad mediante un proceso de pruebas y una defensa, era inviable tanto en el fuero americano como en la Corte de La Haya. La sorprendente foto del presidente Obama reunido con sus altos mandos y su canciller asistiendo al asalto mientras transcurre (numerosas películas adelantaron escenarios semejantes), con la familiaridad de códigos y el espanto previsible del género de acción, señala que nuestra época ha vuelto a cambiar. En el mismo rumbo del ataque a las Torres Gemelas, se trata de un salto hacia la poderosa impronta del relato global y del guión en esta política de las apariencias. Es claro que la tecnología perfeccionó la “transmisión”, el vía satélite que maravillaba por su “tiempo real” y su simultaneidad al otro lado del mundo e incluso en otros mundos, y la convirtió en centro de la actividad encubierta. La cumbre de esa evolución fue el alunizaje pero hubo hitos escalonados en esa carrera por las imágenes que reemplazó la conquista del espacio: los once minutos fortuitos que captaron el asesinato de J.F. Kennedy, el programa que registró la visita a los restos del Titanic hace unos años, pero también la manipulación del documental en Zelig, de Woody Allen, y la condecoración de Forrest Gump . Ante estos nuevos recursos para alterar el registro de la historia, y asumiendo capacidades desconocidas, hoy sujetas al uso militar y que aún no se aplican a otras industrias, el ciudadano-espectador se ve obligado a consumir un relato planetario como artículo de fe, asistido por unos pocos indicios manipulables: es necesario creer en las palabras del presidente Obama, pronunciadas con el tono de un bando real global y el profesionalismo de un anchorman del segmento premium ; y, por qué no, si ya todos los géneros se barajan, consumirlas como remake joven de un presidente que ya interpretó Morgan Freeman, cuando se dirige a la grey digital en coyuntura de victorias o catástrofes.
Los hitos mencionados se encaminaban a esta eclosión de supremacía tecnológica, de creatividad al servicio de un castigo ejemplar narrado con una transparencia solo aparente, mientras la política desemboca en lo ultracinematográfico de alta velocidad, en el foro de las pantallas líquidas de Time Square y en esa cubierta de la revista TIME -con el auspicio de Nasdaq, ¿cómo no?- donde el enemigo de estampa profética, el genocida arcaico, de los tiempos en que tampoco existía otra forma jurídica que el parlamento tribal de ancianos, ya ni siquiera es cuadro de una historieta sino un símbolo novísimo, el enemigo convertido en un emoticón eliminado.
Digamos mejor, el enemigo hundido. ¿Veremos algún día por televisión el rescate del body bag que conserva las reliquias de Osama en su cementerio oceánico, dónde estará -apenas me atrevo a escribirlo- si no en el Mar Muerto, para cerrar el relato con la broma ácida del vencedor?
Clarín, 4 de mayo de 2011
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