viernes, 21 de octubre de 2011

Comienzos

Lejos de los caminos frecuentados por viajeros, duerme la provincia de Jujuy, en el corazón del continente. Es la más apartada de nuestras provincias, y está separada de los países del Pacífico por la gigantesca cordillera de los Andes; es una región montañosa y poblada de bosques, de tórridos calores y fuertes tormentas; las únicas vías de comunicación que tiene este enorme territorio con el mundo exterior son unas cuantas carreteras apenas más grande que caminos de herradura.
Los habitantes de esta región tienen pocas necesidades; no ambicionan progresar, y nunca han variado su manera de vivir. Los españoles tardaron largo tiempo en conquistarlos; y hoy día, después de tres siglos de dominación cristiana, todavía hablan el quichua, y se alimentan en gran parte con patay, una especie de pasta dulce confeccionada con el fruto del algarrobo; emplean, asimismo, como bestia de carga, la llama, regalo de sus antiguos señores, los incas.
Lo dicho hasta aquí es de común conocimiento, pero nada saben los de afuera del carácter peculiar del país, o de la laya de cosas que acontecen dentro de sus confines, siendo Jujuy para ellos sólo una región muy lejana, contigua a los Andes, a la cual el progreso del mundo no afecta. Ha querido la Providencia darme un conocimiento más íntimo del país, y éste ha sido para mí, desde hace muchos años, una gran aficción y penosa carga. Pero al tomar la pluma, no lo hago con el objeto de quejarme de que todos los años de mi vida se consumen en una región donde todavía se le permite al gran enemigo de la humanidad poner en tela de juicio la supremacía de Nuestro Señor, y que pelea en lucha igual con sus descípulos; mi único objeto es precaver-y quizá también consolar-a los que me sucedan aquí en mi ministerio y vengan a esta iglesia de Yaví, ignorando las medidas que se tomarán para matar sus almas. Y si yo asentara en esta relación cualquier cosa que pudiera perjudicar a nuestra santa Religión, debido a nuestro pobre entendimiento y nuestra poca fe, ruego que el pecado que cometo en ignorancia se me perdone, y que este manuscrito perezca milagrosamente sin que nadie lo haya leído.

Marta Riquelme
Guillermo Enrique Hudson

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