domingo, 25 de septiembre de 2011

La visión de un mundo




Hace algunas semanas terminé de leer las más de setecientas páginas de Cheever: Una vida la monumental biografía de Blake Bailey sobre John Cheever. ¿Y que se lee cuando leemos una biografía? O mejor, ¿que se dice sobre una biografía? ¿Tiene algún sentido un acercamiento crítico, cuando en realidad de lo que aquí se trata es de espiar por el agujero de una cerradura legalmente violada, la vida de un escritor admirado? ¿Acaso no alcanza la frecuentación regular de su obra? ¿Quita o agrega valor a esa obra conocer detalles más o menos vergonzantes y desesperanzados, más o menos tristes o más o menos veraces, sobre el trabajo, los hechos y lugares, las personas y los libros, los sueños y los tormentos, las virtudes y las miserias que engendraron y delimitaron el territorio literario de sus orígenes? Ninguna de esas preguntas tienen aquí sólida respuesta, como supongo tampoco la tienen –sin dar intervención a cierta rama de le literatura fantástica- algunos placeres privados y voyeristas. Sin embargo una certeza es pertinente: explorando la intimidad atormentada de un Hombre siempre en fuga de sí mismo, Bailey logra –voluntariamente supongo-una completa y brillante panorámica de literatura norteamericana del siglo XX.

Algunos datos.

Ya existía una biografía de John Cheever, la firmó Scott Donaldson, autor también de una biografía de Scott Fitzgerald y de un ensayo biográfico sobre la tormentosa amistad de este con Ernest Hemingway. Su título: Hemingway contra Fitzgerald, auge y decadencia de una amistad literaria. Hay traducción al castellano y fue hermosamente editado por Siglo XXI de España. Que sepa no hay traducción de la biografía de Cheever hecha por Donaldson. Y de acuerdo a lo que he leído y averiguado por distintos canales (no leo inglés, motivo por el cual desconozco el libro de Donaldson) ¿que hace mejor o más completa la biografía de Bailey? Nada más y nada menos que la inestimable colaboración de la familia de Cheever y con eso el permiso y el acceso a papeles privados y a las versiones completas y en crudo de sus diarios. Cuatro mil trescientas páginas escritas a máquina y a un solo espacio. De más está decir que Donaldson no contó con estas ventajas.

En la solapa del libro, se cita a Rodrigo Fresán y se transcribe la frase “se lee como una gran novela” Y es difícil no pensar en esas novelas de aliento dickensiano que trazan el arco de una vida y narran los claroscuros de los universos familiares, o en aquellas otras novelas que trazan el arco de una vida culposa y atormentada por los amores difíciles y furtivos y homosexuales. Cheever: una vida, bien puede funcionar como texto lateral y complementario a novelas como El lenguaje perdido de las gruas de David Leavitt o la propia Falconer de John Cheever. Sin embargo, algo más de fondo acerca el texto de Bailey y a cualquier buena biografía al estado de recepción de una novela, y es el contrato de suspensión de la incredulidad que el lector establece con el material mientras transcurre el acto temporal de la lectura. Más allá que el biógrafo trabaja con material verificable, difícilmente el lector realice un acto de desmascaramiento y acuda a aquellas locaciones, lugares y archivos de universidades que las notas de agradecimientos suelen señalar. Es decir: como en toda novela, el lector se desentiende de la veracidad de lo escrito.

Y que está escrito en Cheever: una vida, exactamente eso, la vida de una gran escritor, probablemente el mejor cuentista norteamericano de la segunda mitad del siglo XX, un retratista feroz y a la vez compasivo del habitante medio norteamericano, que pronto encontró y delimitó en los suburbios su territorio narrativo y ficcional. Conviene aquí una cita textual: “ No nací en una verdadera clase social, y desde muy pronto tomé la desición de infiltrarme en la clase media como un espía para poder atacar desde una posición ventajosa, sólo que a veces me parece que lo he olvidado y tomo mis disfraces demasiado en serio

Una lectura apasionante.

Todo está aquí y su lectura resulta apasionante. Detallo sin presunción cronológica: su falso pasado aristocrático y su infancia en una familia humilde con la presencia de una madre avasallante y un padre arruinado y alcohólico irrecuperable, su adolescencia y su legendaria expulsión del colegio secundario, suceso que narra en Expulsado, su primer relato publicado en The New Republic apadrinado por Malcom Cowley, la intensa y por momentos traumática relación con la revista The New Yorker y en especial con su editor William Maxwell, la difícil gestación de su primer novela Crónica de los Wapshot, las relaciones familiares: ambiguamente sexual y por largos períodos distante con su hermano mayor, de mutua incomprensión con sus hijos y su descorazonada y finalmente célibe vida matrimonial. Su secreta y atormentada bisexualidad, su difuso affaire con Harold Brodkey, la mutua envidia y admiración con John Updike, Max Zimmer aspirante a escritor y amante oficial y compañía terapéutica en los días finales de Cheever, los paseos etílicos y nocturnos con Raymond Carver, el desdén de la crítica académica, sus viajes a Rusia y su relación con su amada e inspiradora Italia, la escasa confianza en el talento propio y los celos por el éxito de alguno de sus colegas, el desprecio casi patológico a la narrativa posmoderna, en especial a Donald Barthelme, a quien acusaba de hacer mal lo que el propio Cheever venía asciendo con delicada maestría y mejor prosa bastantes años antes, la incomprensión de los críticos y editores ante la estructura algo vanguardista en el uso de las voces narradoras en Bullet Park y sus protagonistas funcionando como reflejos de espejos invertidos, los últimos años y sus clases de literatura en la Universidad de Boston, su recuperación de la adicción al alcohol y el reconocimiento con la publicación de Falconer y sus cuentos reunidos en la consagratoria antología The stories of John Cheever.

Algunas pocas molestias:

Bailey no juzga y nunca es compasivo con Cheever, y está bien, pero por momentos cuesta entender la ligereza con la que despacha algunos de sus mejores cuentos. Sirva como ejemplo lo dicho sobre La geometría del amor: “una sátira de una misoginia atroz” señala también el uso poco eficaz del elemento fantástico en el relato “…pero el surrealismo, -el uso mágico que Mallory hace de la geometría (como resultado de sus esfuerzos, se desvanece la ciudad de Gary, en Indiana)-es difuso y poco convincente”. Tampoco es demasiado justo con El presidente de la Argentina –relato no incluido en The stories of Jonh cheever-ahí sólo ve, una viñeta autobiográfica sobre los efectos del alcohol. Es una mirada, pero es una mirada corta. Es cierto, buena parte del recorrido por Commonwealth Avenue que el narrador describe, es el mismo que Cheever solía realizar en sus paseos por Boston. Es cierto también que su estadía en Boston coincidió con uno de sus períodos más oscuros, pero si algo destaca en El presidente de la Argentina es la diversidad de estilos que el relato propone, y tal como se señalará en la presentación del cuento en un viejo ejemplar del suplemento verano/12, contiene más de un guiño irónico a ciertas ficciones experimentales.

Una visión del mundo.

Entre todo ese torbellino de hechos e información, algo queda claro, buena parte de la obra de Cheever es el reflejo, muchas veces mejorado y otras veces deformado de su tormentosa y atormentada vida. Una permanente tensión entre los pecados de la carne y el ansia de redención cruza su literatura. De ahí que su visión del mundo sea profundamente religiosa.

De sus diarios “ Y los hombres tristes, los solitarios, los malcasados, se arrodillan en garajes, cuartos de baños y moteles, y piden a Dios que les ayude a comprender su necesidad de amor

Diego Zappa



miércoles, 21 de septiembre de 2011

Literatura y ciudad (6)

Bienvenidos a Metro-Centre
J.G. Ballard

Los barrios residenciales de la periferia sueñan la violencia. Dormidos dentro de sus amodorrados chalés, protegidos por benévolos centros comerciales, esperan con paciencia las pesadillas que los despertarán en un mundo más apasionado...

Ilusiones, me dije mientras el aeropuerto de Heathrow se encogía en el espejo retrovisor, y una verdadera estupidez, el arraigado hábito de un publicista , que no saborea el caramelo sino el envoltorio. Pero eran pensamientos difíciles de alejar. Conduje el Jensen al carril lento de la M4 y empecé a leer las señales que daban la bienvenida a la periferia residencial más alejada de Londres. Ashford, Staines, Hillingdon: destinos imposibles que sólo figuraban en los mapas mentales de directores de márketing desespesperados. Más allá de Heathrow se extendían los imperios del consumismo y el misterio que me obsesionó hasta el día que salí de mi agencia por última vez. ¿Cómo despertar un pueblo aletargado que tenía de todo, que había comprado los sueños que el dinero puede comprar y que, sabía, había pagado un precio de ganga?
Se encendió el indicador de giro a la izquierda, una molesta flecha que estaba seguro de no haber activado. Pero cien metros más adelante apareció una vía de salida que, de algún modo, yo ya sabía que estaba esperando. Reduje la velocidad y salí de la aupotista, entrando en un cauce de orillas verdes que se torcía pasando por delante de un letrero que me instaba a visitar un nuevo parque empresarial y centro de congresos. Frené de golpe, con la intención de volver marcha atrás hasta la autopista y entonces me di por vencido. Que siempre decida el camino...
Como muchos londinenses, sentía un vago desasosiego cada vez que salía del centro de la ciudad y me acercaba a las lejanías del estrarradio. Pero de hecho había pasado toda la carrera de publicista cortejando con entusiasmo la periferia. Lejos de la nerviosa y cerebralmente exigente metrópoli, el cinturón de pueblos que dormitaban apoyados en el arcén protector de la M25 eran prácticamente un invento de la industria publicitaria; al menos eso era lo que nos gustaba creer a los ejecutivos de cuentas como yo. Estábamos dispuestos a creer, hasta el último suspiro, que lo que definía a los barrios residenciales eran los productos que les vendíamos, las marcas y los logos que distinguían su vida.
Pero de alguna manera se nos resistían, volviéndose cada vez más elegantes y seguros, el verdadero centro de la nación, guardando con nosotros cierta distancia. Al mirar el plácido océano de techos de ladrillos, los agradables parques y patios de escuela, sentí una punzada de rencor, el mismo dolor que recordaba de aquella vez en la que mi mujer me besó con cariño, me saludó tímidamente con la mano desde la puerta de nuestro apartamento en Chelsea y se marchó para siempre. El afecto podía presentarse en los momentos más crueles.
Pero tenía una razón especial para sentirme inquieto: sólo unas semanas antes esos amables barrios periféricos se habían levantado y gruñido, antes de atacar y matar a mi padre.

sábado, 17 de septiembre de 2011

jueves, 15 de septiembre de 2011

Comienzos

Hoy, en está isla, ha ocurrido un milagro: el verano se adelantó. Puse la cama cerca de la pileta de natación y estuve bañándome, hasta muy tarde. Era imposible dormir. Dos o tres minutos afuera bastaban para convertir en sudor el agua que debía protegerme de la espantosa calma. A la madrugada me despertó el fonógrafo. No pude volver al museo, a buscar las cosas. Hui por las barrancas. Estoy en los bajos del sur, entre plantas acuáticas, indignado por los mosquitos, con el mar o sucios arroyos hasta la cintura, viendo que anticipé absurdamente mi huida. Creo que está gente no vino a buscarme; tal vez no me hayan visto. Pero sigo mi destino; estoy desprovisto de todo, confinado al lugar más escaso, menos habitable de la isla; a pantanos que el mar suprime una vez por semana.

La invención de Morel.
Adolfo Bioy Casares

lunes, 12 de septiembre de 2011

Pobreza

Robert Walser

Uno es pobre cuando va a la escuela con un saco harapiento. ¿Quién podría desmentirlo? En nuestra clase tenemos a varios niños pobres. Llevan ropas deshechas, tienen frío en las manos, caras poco bonitas, sucias, y costumbres poco limpias. El maestro los trata con más rudeza que a nosotros y tiene razón. Un maestro sabe lo que hace. Yo no quiero ser pobre, me moriría de vergüenza. ¿Por qué la pobreza es una deshonra semejante? No lo sé. Mis padres son pudientes. Papá tiene coche y caballos. Si fuera pobre no podría tenerlos. Veo a menudo en la calle mujeres pobres y andrajosas, y me dan pena. Los hombres pobres, por el contrario, me despiertan una cierta indignación. Pobreza y suciedad le quedan mal a los hombres, y no siento ninguna compasión por un hombre pobre. Por las mujeres pobres tengo una especie de preferencia. Pueden pedir con tanta belleza una limosna. Los hombres que mendigan son feos y bochornosos, y por ende excecrables. No hay nada más espantoso que mendigar. Todo modo de mendicidad evidencia un carácter poco consistente, falto de orgulllo, e inclusive de poca confianza. Preferiría morir al instante a abrir la boca para un ruego indecoroso. Hay un ruego que es por sobre todo bello y altivo: disculparse con alguien al que se ama y se ha ofendido. Por ejemplo: la madre. Responsabilizarse de su error y enmendarlo con una actitud humilde no es despreciable ni mucho menos, sino necesario. Mendigar pan o ayuda está mal. ¿Por qué tiene que existir gente pobre, que no tiene nada que comer? Me parece indigno de una persona pedirle a su prójimo alimento o vestimenta. Tener que sufrir miseria es a la par horroroso y despreciable. El maestro se sonríe de mis composiciones  y cuando lea ésta se sonreirá el doble. Qué cosa! ¿Ser pobre? ¿Quiere decir no tener ningún bien? Sí, y los bienes son necesarios para la vida, como respirar para saltar. Quien queda sin aliento cae en la calle y hay que socorrerlo! Ojalá nunca tengan que socorrerme! He leído en los libros que la pobreza tiene un bien, hace caritativa la mente de los ricos. Pero yo digo, pues tengo también mi propia voz: sólo la hace dura y cruel. Pues la conciencia, en el corazón de los ricos, de ver sufrir a otras personas y saber que tiene el poder de mejorar su situación, los hace arrogantes. Mi padre es dulce y de buen corazón, justo y alegre, pero con la gente pobre es duro y áspero, y todo menos caritativo. Les grita, y se nota que lo enojan y fastidian. Habla de ellos con asco y con una mezcla de odio. No, la pobreza no trae consigo nada bueno. La pobreza hace a la mayoría de las personas sombría y descortés. Por esa razón no quiero a los muchachos pobres de nuestra clase, porque siento que miran con envidia  mi linda ropa y con regocijada malicia mis fracasos en el aula. Nunca podrán llegar a ser mis amigos. No siento nada por ellos, porque me dan lástima. No los aprecio, porque me miran con hostilidad sin causa alguna. Y si tiene una causa...lamentablemente ya terminíó la clase.

Las composiciones de Fritz Kocher

sábado, 10 de septiembre de 2011

Literatura y ciudad (5)

La muerte y la brújula
Jorge Luis Borges

El tercer crimen ocurrió la noche del tres de febrero. Poco antes de la una, el teléfono resonó en la oficina del comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló un hombre de voz gutural; dijo que se llamaba Ginzberg (o Ginsburg) y que estaba dispuesto a comunicar, por una remuneración razonable, los hechos de los dos sacrificios de Azevedo y Yarmolinsky. Una discordia de silbidos y de cornetas ahogó la voz del delator. Después, la comunicación se cortó. Sin rechazar aún la posibilidad de una broma (al fin, estaban en carnaval) Trevinarus indagó que le habían hablado desde Liverpool House, taberna de la Rue de Toulon- esa calle salobre en la que conviven el cosmorama y la lechería, el burdel y los vendedores de biblias.
(...) Al sur de la ciudad de mi cuento fluye un ciego riachuelo de aguas borrosas, infamado de curtiembre y de basuras. Del otro lado hay un suburbio fabril donde, al amparo de un caudillo barcelonés, medran los pistoleros.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

A desalambrar...

¿Qué me perdí? ¿El gobierno realizó  la reforma agraria? ¿El campo que el lunes escuchaba embelesado a la presidenta es el mismo que en julio de 2008 dirigía una conspiración "destituyente"? ¿La oligarquía de entonces mutó en inocentes chacareros de la arcadia peronista?

martes, 6 de septiembre de 2011

Comienzos

Era una de esas noches calientes y pegajosas en las que Manhattan muestra su edad. Había algo siniestro y estancado en aquel calor dulzón que rehusaba moverse. Era todo menos una noche para trabajar, y Vanning se puso de pie y se apartó de la inclinada mesa de dibujo. Rozó una gran caja de metal con acuarelas, y oyó el ruido cuando la caja cayó al suelo. Esto arreglaba las cosas. Esto terminaba con cualquier tentación que hubiera podido tener de terminar esa noche la tarea.
El calor entró al cuarto y agobió a Vanning. Este encendió un cigarrillo. Se dijo que ya era hora de tomar otro trago. Fue hacia la ventana para alejar la idea del alcohol, se dijo. El calor era más fuerte que el alcohol.
Permaneció allí en la ventana, mirando Greenwich Village, viendo las luces, oyendo el ruido de las calles. Deseaba ser parte del ruido. Quería recibir algunas de sus luces, quería meterse en esa actividad, fuera lo que fuere. Quería hablar con alguien. Quería salir.
Tenía miedo de salir.
Y lo comprendió. Y la comprensión trajo más miedo. Se frotó los ojos con las manos y se preguntó por qué esta noche era algo tan difícil. Y bruscamente se dijo a sí mismo que algo iba a suceder esta noche.
Era más que una premonición. Había considerables motivos para intuir la cosa. No tenía nada que ver con la noche. Era un proceso de volver hacia atrás, y con los ojos cerrados pudo ver una sucesión de escenas que lo hicieron estremecer sin moverse, tragar duro, sin tragar nada.

Al caer la noche.
Davis Goodis

sábado, 3 de septiembre de 2011

jueves, 1 de septiembre de 2011

Literatura y ciudad (4)

La ciudad ausente
Ricado Piglia

Estaban en la cortada Carabelas, atrás del enorme edificio de hormigón del Mercado del Plata. Durante la guerra lo habían usado de cuartel y las fotos de Perón se descascaraban en las paredes. Un mundo de refugiados y de vagabundos proliferaba por las galerías. Los gendarmes no se arriesgaban hasta ahí, pero el lugar estada infestado de agentes del gobierno. Tenía la sensación de estar extraviada, de haber perdido el sentido de la realidad.
-Usted ha perdido el sentido de la realidad- le dijo Arana, como si le leyera el pensamiento. Quizás estaba pensando en voz alta.
-Este es un sitio libre de recuerdos-dijo ella-. Todos fingen y son otros. Los espías están adiestrados para negar su identidad y usar una memoria ajena.
Pensó en Grete, que se había convertido en una inglesa refugiada  que vendía fotos en un local del segundo subsuelo. Había sido infiltrada y sepultó su pasado y adoptó una historia ficticia. Nunca más pudo volver a recordar quién había sido. A veces amaba en sueños a un hombre que no conocía. Su identidad verdadera  se había convertido en un material inconsciente, episodios en la vida de una mujer olvidada. Era la mejor fotógrafa del Museo; miraba erl mundo con ojos que no eran de ella y está lejanía salía en las fotos. Tenían que encontrarla, ella podía llevarlos a Reyes. El Tano quiso saber quién era Reyes.
-Es un ex profesor de literatura inglesa que trafica con metadona-le explicó Elena-. Dirige los sanatorios clandestinos y los refugios de desintoxicación.
Grete creía haber sido su mujer en otros tiempos, una chica inglesa de Lomas de Zamora que se había enamorado del joven profesor que dictaba un curso sobre E. M. Forster y Virginia Woolf. Esta historia justificaba su coartada, era una mujer desilusionada que amaba en secreto a un hombre del que quería vengarse. Tenían que encontrarla. El subsuelo del Mercado del Plata se comunicaba con las calles que cruzaban por abajo de la 9 de Julio y con los pasillos del subte de la estación Carlos Pellegrini, donde confluían todas las líneas de la ciudad. Ese era un punto de fuga, ahí se nucleaban los refugiados y los rebeldes, los hippies, los gauchos, los espías, todos los ex, los contrabandistas, los anarcos. Para llegar al edificio tenían que atravesar una playa de estacionamiento abandonada, una tierra de nadie entre los refugios y la ciudad.