lunes, 7 de noviembre de 2011

Literaturay ciudad (9)

Insomnio
Marcelo Cohen

Sin despegarse del banco, las solapas del tabardo levantadas, se incorporó lo suficiente para otear la perspectiva desolada de la plaza. Aunque hiciera años que no lo veía, aunque la ciudad lo tuviera vedado, el mar estaba cerca  y a esa hora exhalaba un olor a sebo y a crustáceos: tenzado en el viento, llegaba para impregnar las panzas de los cables telegráficos. ¿Para qué quiero ese olor? ¿A qué viene esta vista? Ezequiel saludó con un movimiento de cabeza al gestor que ocupaba todo el tercer piso de su edificio. Siempre se olvidaba  de que era miope. Hizo lo posible por no volver a dormirse. No supo si no se durmió. Sobre el verde angosto de los parches de gramilla, entre oficinistas con sobretodo y pinches de hotel, diez o  doce soldados norteamericanos jugaban al fútbol con una lata de cerveza Heinecken. Estaban de licencia, o podía que su misión consistiera en estar de licencia en la ciudad. Había tan poca luz que cuando la lata salía despedida a la explanada de concreto, al borde de la Alcaldía, los pozos de la noche se la tragaban y los jugadores parecían acariciar el aire como bailarinas indisciplinadas. Del otro lado, medio ocultos por el bronce del monumento a Krámer, varios muchachos y una chica enfundados en cuero de los talones al cuello compartían cigarrillos king-size. Y en la vereda opuesta, bajo la marquesina tuerta del hotel, empezaba la hilera de vendedores ambulantes, un cónclave abierto y silencioso que se extendía ante la fachada de Nuestra Señora del Golfo como esperando que el campanario en forma de satélite empezara a escupir una horda de clientes. Salvo el guarda destacado para custodiarlos desde una cabina traslúcida y el dueño del restaurante El Ñandu, que probablemente les tenía miedo, nadie les llevaba el apunte. A la izquierda del restaurante había habido un baldío sembrado de cardos y pilares; algunos todavía esperaban verlo convertido en un centro cultural,pero seguía siendo otra cosa: nada más que el potrero donde un grupo de comerciantes portugueses, hijos de colonos expulsados de Africa, había reunido impotencias para levantar un parque de diversiones con un látigo, una vuelta al mundo, un gabinete de espejos, dos barracas de tiro al blanco, una ruleta y un tren fantasma. La casamata de los autómatas la habían barrido para construir una pista de autitos chocadores. Ahí, borracho de luz violeta y música de sintetizador, estaría pasando el rato Ramiro, el secretario de Ezequiel, ese cabeza de chorlito.

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