por Michel Houellebecq
En mayo de 1968, yo tenía diez años. Jugaba a las canicas, leía Pif le chien, la buena vida. De los sucesos del 68 sólo guardo un recuerdo, aunque bastante vivo. En aquella época, mi primo Jean-Pierre estaba en primero, en el liceo Raincy. El liceo me parecía entonces (después, la experiencia confirmó esta primera intuición, añadiéndosele una penosa dimensión sexual) un lugar enorme y espantoso donde los chicos mayores se consagraban con todo empeño al estudio de materias difíciles para asegurarse un futuro profesional. Un viernes, no sé por qué, fui con mi tía a esperar a mi primo a la salida de la clase. Ese mismo día, el liceo de Ranincy había comenzado una huelga indefinida. El patio, donde yo esperado encontrar cientos de adolescentes atareados, estaba desierto. Algunos profesores daban vueltas sin rumbo entre las porterías de balonmano. Recuerdo que, mientrás mi tía intentaba conseguir alguna información, yo deambulé unos largos minutos por aquel patio. La paz era completa, el silencio absoluto. Fue un momento maravilloso.
En diciembre de 1986 yo estaba en la estación de Avignon, y había buen tiempo. Después de una serie de complicaciones sentimentales que sería fastidioso narrar aquí, era absolutamente necesario -o eso creía yo- que tomara el TGV a París. No sabía que la red de Ferrocarriles Nacionales acaba de iniciar una huelga general. Se rompió de golpe la sucesión operativa de intercambio sexual, aventura y hastío. Pasé dos horas sentado en un banco frente al desierto paisaje ferroviario. Había vagones de TGV inmóviles en las vías muertas. Parecía que llevaban allí años, o que jamás se habían movido. Los viajeros se pasaban información en voz baja; había un ambiente de resignación, de incertidumbre. Podría haber sido la guerra, o el fin del mundo occidental.
Algunos testigos más directos de los sucesos del 68 me contaron que fue un período maravilloso, que la gente se hablaba en la calle, que todo parecía posible; lo creo. Otros dicen, simplemente, que los trenes dejaron de circular, que no había gasolina; lo admito. Veo un rasgo común en todos estos testimonios: durante unos días, mágicamente, una máquina gigantesca y opresora dejó de funcionar. Hubo una flotación, una incertidumbre; todo quedó en suspenso, y cierta calma se extendió por el país. Por supuesto, poco después la máquina social volvió a girar aún más de prisa, de un modo todavía más implacable ( y mayo del 68 sólo sirvió para romper las pocas reglas morales que hasta entonces entorpecían la voracidad de su funcionamiento). Pero a pesar de todo hubo un momento de interrupción, de vacilación; un instante de incertidumbre metafísica.
No cabe duda de que, por esas mismas razones, la reacción del público frente a una súbita interrupción de las redes de transmisión de la información, una vez superado el primer momento de contrariedad, está lejos de ser completamente negativa. Se puede observar el fenómeno cada vez que un sistema de almacenamiento informativo se avería (es bastante corriente): una vez admitido el inconveniente, y sobre todo en cuanto los empleados se deciden a utilizar el teléfono, lo que sienten los usuarios es, más bien, una secreta alegría; como si el destino les brindara la oportunidad de tomarse una revancha solapada contra la tecnología. Igualmente, para darse cuenta de lo que el público piensa en el fondo de la arquitectura en la que le obligan a vivir, basta observar su reacción cuando alguien se decide a volar una de esas torres con agujeros construidas en el extraradio en la década de los sesenta: un momento de alegría pura y violenta, parecida a la embriaguez de una inesperada liberación. El espíritu que habita lugares así es el malvado, inhumano, hostil; es el espíritu de un engranaje agotador, cruel, en constante aceleración; todo el mundo lo sabe, en el fondo, y anhela su destrucción.
La literatura puede con todo, se adapta a todo, escarba en la basura, lame las heridas de la infelicidad. Por eso fue posible que una poesía paradójica, de la angustia y de la opresión, naciera en medio de los hipermercados y de los edificios de oficinas. No es una poesía alegre; no puede serlo. La poesía moderna ya no aspira a construir una hipotética casa del ser, del mismo modo que la arquitectura moderna no aspira a construir lugares habitables; sería una tarea muy diferente de la que consiste en multiplicar las infraestructuras de circulación y de tratamiento de la información. La información producto residual de la no permanencia, se opone al significado como el plasma al cristal; una sociedad que alcanza un grado de sobrecalentamiento no siempre implosiona, pero se muestra incapaz de generar un significado, ya que toda su energía está monopolizada por la descripción informativa de sus variaciones aleatorias. Sin embargo, cada individuo es capaz de producir en sí mismo una especie de revolución fría, situándose por un instante fuera del flujo informativo-publicitario. Es muy fácil de hacer; de hecho, nunca ha sido tan fácil como ahora situarse en una posición estética con relación al mundo: basta con dar un paso a un lado.Y, en última instancia, incluso esa paso es inútil. Basta con hacer un pausa; apagar la radio, desenchufar el televisor; no comprar nada, no desear comprar. Basta con dejar de participar, dejar de saber; suspender temporalmente cualquier actividad mental. Basta, literalmente, con quedarse inmóvil unos segundos.
El mundo como supermercado, Anagrama, 2000.
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