Eduardo Berti
Ella sentía tanto pudor que evitaba desvertirse en su presencia. Un pudor desmedido, observo él. Un pudor que ocultaba, se diría, algún misterio. Por fin le dio la espalda, se quitó la blusa y volteó enseñandole unos senos puntiagudos, aunque cruzando los brazos a la altura del abdomen. "¿Ves?", le dijo sin mirarlo. "Ningún hombre vio antes esto", y le mostró en consecuencia su asombroso cuerpo sin ombligo.
"Cuando nací -contó-, no hizo falta cortar el cordón umbilical. Tiraron de él y mi ombligo se arrancó, limpio y entero, del vientre. Mi padre me puso Eva, como la primera mujer que, al nacer de la costilla de Adán, también, carecía de un ombligo. Mi madre se sobresaltó y, en un arranque de superstición, exclamó que si la primera mujer había nacido sin ombligo, ahora yo podía ser muy bien la última. Los médicos rieron de buena gana; aun así, hasta que en el ala contraria no nació la siguiente niña, una incertidumbre (no sé si exagerada) reinó en aquel hospital".
El escuchó en silencio su relato y se rió de la misma forma que los médicos parteros. Luego recorrió con la lengua el vientre liso. Y la amó como si en efecto fuera la última mujer en la Tierra.
de La vida imposible, Emece, 2002.
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