viernes, 15 de octubre de 2010

Los gurúes de los Kirchner

Beatriz Sarlo para La Nación (27-09-10)

La sofisticación de la teoría de Ernesto Laclau sobre el populismo no es materia de esta nota. Quien la escribe ha leído atentamente La razón populista (2005), pero ahora seguirá el ejemplo de lo que hace Laclau cuando lo reportean: usar instrumentos menos abstrusos y, a veces, singularmente toscos. En Internet, el lector podrá leer esas intervenciones periodísticas a veces provocadoras. Los reportajes a Laclau enhebran sentencias apodícticas, enunciados cortantes, frases sin fisuras, mandamientos, irreverencias, aforismos irónicos y predicciones. Se siente autorizado por su obra y por su renombre, que cuida especialmente cuando adivina una amenaza a su estrellato, por ejemplo Slavoj Zizek (a quien Chantal Mouffe define como un revolucionario retórico y vociferante, eximiendo a su marido de la ingrata tarea de echar tierra sobre un competidor de la izquierda académica).


Visiblemente halagados, en una entrevista reciente, Laclau y Chantal Mouffe rememoran anécdotas locales que no son comunes en Europa, donde viven. Parece que los asistentes al Congreso de Ciencia Política que hace poco tuvo lugar en San Juan les hacían firmar ejemplares y los convirtieron en temporarias celebrities intelectuales. Pese a esta cordial resonancia entre los cientistas políticos del Congreso, la lectura de La razón populista es una tarea para entrenados. En cambio, En torno a lo político (2007), de Chantal Mouffe, la muestra como una pensadora disciplinada y poco extravagante.

En sus libros Laclau tiene un estilo trabajoso; en sus reportajes es simple y va al grano. No es necesario que un político haya leído a Laclau para entender lo que dice en las entrevistas. La difusión de las ideas se produce en círculos concéntricos y esto lo saben bien quienes hacen historia de la cultura. De modo que, salvo para los especialistas, Laclau puede circular tranquilamente en su simplificada versión mediática. Vale como ejemplo de esa difusión la actual reivindicación de la palabra "enemigo" en vez de "adversario" que emiten muchos de los voceros del Gobierno, puesta en valor que probablemente se haya originado en académicos que hoy militan en el Poder Ejecutivo, como Juan Manuel Abal Medina. Digamos, de paso, que Chantal Mouffe no podría reivindicar este uso desafiante de la palabra enemigo por razones que se verán más adelante y que prueban mayor sutileza intelectual y sensatez política.

De todos modos, antes de tocar la carne palpitante de actualidad que pone Laclau en sus entrevistas, vale la pena mencionar algunas de las ideas de La razón populista , aunque se corra el riesgo de herir su oscuridad y simplificar sus arabescos.

Ernesto Laclau considera que, cuando un sistema político atraviesa una crisis que afecta las viejas formas y estructuras, cuando aparece disperso o desmembrado como la Argentina a comienzos de este siglo, sólo el populismo es capaz de construir nuevamente una unidad, articulando las demandas diferentes que estallan por todas partes y volviéndolas equivalentes, es decir, aptas para sumarse en un mismo campo. Por eso, el populismo no tiene un contenido definido de antemano, sino que depende de las reivindicaciones que se articulen en esa nueva unidad. Al hacerlo se traza una frontera que divide a la sociedad en dos partes; una de ellas, el pueblo, es un "componente parcial que aspira a ser concebido como la única totalidad legítima". Suena históricamente conocido.

Cuanto más demandas diferentes sean integradas, más amplio será el campo enemigo, hasta tal punto que el discurso populista gira en torno de un "significante vacío". Pero no se trata de un vacío abstracto sino de un vacío que permite producir sentidos políticos, como -el ejemplo es de Laclau- la consigna "pan, tierra y libertad" o, con mayor actualidad, "capas medias versus morochos".

Podría decirse que estas definiciones de Laclau se aplican a todo nuevo régimen político. También podría decirse que el trazado de una línea interna que separe las demandas de quienes las rechazan es la política misma, no sólo la forma populista de la política. La intervención política ordena demandas y define conflictos. Para Laclau, la forma política apropiada (por lo menos para América latina, pero no sólo para América latina) es el populismo, que puede ser de izquierda o de derecha, pero Dios quiso que, en este momento del continente, con Chávez a la cabeza, fuera de izquierda.

Hasta aquí la discusión podría desarrollarse en el empíreo de las ideas sin mayores consecuencias. Pero Laclau es incomparablemente más simple cuando saca la mirada del "significante vacío" y la pone en la política real. Allí se vuelve esquemático y sus ejemplos parecen un poco elementales y alejados de las múltiples determinaciones concretas. Sin muchas mediaciones, aborda los hechos como si encontrara en ellos la directa versión empírica de sus categorías ideales.

En una entrevista reciente, traduce vertiginosamente las tesis de su libro: "Si existe una demanda concreta de un grupo local sobre un tema como transporte y la municipalidad la niega, hay una demanda frustrada. Pero si la gente empieza a ver que hay otras demandas en otros sectores y que también son negadas, entonces empieza a crearse entre todas esas demandas una cierta unidad y empiezan a formar la base de una oposición al poder. En cierto momento es necesario cristalizar esa cadena de equivalencias entre demandas insatisfechas en un significante que las significa a ellas como totalidad: es el momento de la ruptura populista, cuando la relación líder-masa empieza a cristalizar. Pero hay todo un renglón intermedio que es el momento parlamentario. Ese momento muchas veces opera sobre bases clientelísticas y puede tratar de interrumpir la relación populista entre masa y líder. Cuando ocurre, entonces tenemos a un poder parlamentario, antipersonalista, que se opone a la movilización de bases".

El servicial ejemplo de un grupo que pide una mejora en el transporte transcurriría antes del advenimiento del líder populista; con ese grupo, también en ese momento anterior, coexistiría otro que pide un sistema de salas de primeros auxilios y un tercero que reclama mejoras en las escuelas elementales. Todos tienen objetivos diferentes, pero el líder populista puede convertir esas demandas en una cadena de equivalencias que se enfrenten, por ejemplo, con los responsables de una injusta distribución del gasto público. En ese momento se traza una línea de separación y se funda un sujeto popular. Perón viene a la mente como el líder histórico que realizó esta paradigmática construcción de hegemonía, encontrando el nombre que desde entonces designa al enemigo del pueblo: la oligarquía, los vendepatria, etcétera.

Por eso, Perón, Chávez o cualquier líder populista están autorizados por el carácter de la operación hegemónica a limitar la república parlamentaria que distorsiona la política, ya que difiere o impide el trazado de una línea nítida y la definición del conflicto. Una "frontera interna", que divida claramente al pueblo de sus enemigos, requiere una "invocación política". Invocar quiere decir llamar y dar nombre: socialismo bolivariano frente al imperio, kirchnerismo frente a las corporaciones.

Sin embargo, a diferencia de lo que muchos pensamos y eventualmente tememos, Laclau sostiene que la conflictividad kirchnerista es incompleta. Por un lado no ha profundizado la frontera con los enemigos de todas las reivindicaciones populares; por el otro, no le ha dado un discurso a esa identidad que, de todos modos, ha contribuido a fundar.

Si alguien se imagina a Kirchner relamiéndose de gusto, alentado por esta explicación, y preparando nuevos tendidos de líneas divisorias, no se equivocará, aunque, para ser justos, también debería reconocerse que Kirchner no la necesita para hacer lo que hace y lo que hizo. Laclau agrega otros buenos argumentos para la persistencia en el poder de los líderes populistas (en general son los mismos argumentos por los cuales podría permanecer una dictadura): "Soy partidario hoy en América latina de la reelección presidencial indefinida. No de que un presidente sea reelegido de por vida, sino de que pueda presentarse. Por ejemplo, por el presente período histórico, sin Chávez el proceso de reforma en Venezuela sería impensable; si hoy se va, empezaría un período de restauración del viejo sistema a través del Parlamento y otras instituciones. Sin Evo Morales, el cambio en Bolivia es impensable. En Argentina no hemos llegado a una situación en la que Kirchner sea indispensable, pero si todo lo que significó el kirchnerismo como configuración política desaparece, muchas posibilidades de cambio van a desaparecer".

Laclau ha ido depositando refinadas capas de teoría sobre su populismo de origen, aquel adoptado como hipótesis histórica en su primera patria intelectual: el partido y las ideas de Jorge Abelardo Ramos. Esto no es una revelación inquietante, ya que para Laclau, como se ha dicho, el populismo es la forma misma de lo político.

La cuestión debería matizarse cuando se lee a Chantal Mouffe e incluso cuando se registran sus opiniones en (una menor) cantidad de entrevistas. Chantal Mouffe no es una teórica del populismo sino que interviene en el debate sobre el carácter de la democracia. De modo legible y con claridad expone que la democracia no es simplemente un régimen de consensos sino el escenario de disputas que las instituciones encuadran dentro de sus reglas para que no se vuelvan destructivas. No podría estar más de acuerdo. Si Laclau no muestra ningún interés por el aspecto institucional de las democracias y sostiene solamente la legitimidad de origen (es decir que un gobierno haya ganado elecciones), Chantal Mouffe está preocupada por redefinir la democracia no como la institucionalidad que sólo permite la construcción de acuerdos que evadan las contradicciones reales, sino también el despliegue y la eventual resolución de conflictos. El foco de la mirada teórica de Laclau y Mouffe, en el último libro de cada uno de ellos es, por eso, diferente.

La pregunta sería: ¿es el gobierno de los Kirchner un gobierno populista? Si la respuesta es afirmativa, la crítica liberal institucionalista es obtusa por su fijación en los pormenores sin grandeza política de la administración. Pero no sería posible criticarlo por lo que no se propone ser: su legitimidad, como la de Chávez, es una legitimidad de origen, y sus modalidades son las de un liderazgo que ha comprendido que, frente al viraje de Occidente hacia la derecha, las posibilidades pasan por el populismo si se busca superar el estancamiento social y el retraso provocados por el capitalismo.

En ese caso, al gobierno de Kirchner habría que pedirle más populismo (tal como lo hace Laclau) y no menos. Laclau considera al kirchnerismo un populismo todavía "incompleto" si se lo compara con el chavismo. ¿Qué quiere decir más populismo? Que el kirchnerismo profundice el corte político que constituye al pueblo, que profundice la división de la sociedad entre los de abajo y los de arriba (estoy citándolo) y, si es necesario, que rompa los marcos institucionales que se convierten en barreras a la vitalidad y la dinámica de la decisión política; que defina el conflicto y no se confunda: los adversarios son siempre enemigos. Laclau no está interesado en el trámite de las decisiones políticas (que son monopolio del líder); se conforma con la legitimidad electoral de origen como base de una democracia populista.

El reformismo democrático tramitado en las instituciones no sólo tiene como destino el fracaso sino que no merece ser nombrado como política. Para Laclau es sólo administración. La épica de lo político se sostiene en el corte, no en el gradualismo. En eso se funda el olímpico desprecio con que Laclau amontona en la derecha o en la traición al pueblo a Hermes Binner, a Ricardo Alfonsín, a Elisa Carrió y Margarita Stolbizer. Tal como tratan los Kirchner desde hace un tiempo a cualquiera que definan como adversario devenido enemigo. Naturalmente, Martín Sabbatella le parece a Laclau un político inteligente y acertado. A Solanas le aconseja que vuelva a dedicarse al cine.

Con este reparto de premios y castigos la teoría desciende al llano. Laclau puede sentirse satisfecho de este nuevo encuentro del pensamiento nacional de izquierda con un líder populista. Un sueño vuelto realidad gracias a un "significante vacío" llenado por los Kirchner a quienes la teoría también les habilita la reelección indefinida. Sería cosa de modificar la Constitución, ese fetiche.

Chantal Mouffe se interesa por cuestiones diferentes y, por eso, es esperanzador que se diga que la Presidenta la estima, aunque todavía no haya dado muestras concretas de esa simpatía intelectual. Plantea no la partición conflictiva de lo político (que por supuesto da por descontado), sino las formas en que la política puede tramitar los conflictos. Para Laclau, al trazar una frontera que define al pueblo, la política ha cumplido su función fundadora y se trata, de allí en más, de las victorias que obtiene ese pueblo (o su dirigente) en una larga guerra de posiciones. Para Chantal Mouffe, en cambio, si bien es imposible abolir los antagonismos, la política puede transformarlos en "una forma de oposición nosotros/ellos que sea compatible con la democracia pluralista", "transformar el antagonismo en agonismo" y desplegar democráticamente un "modelo adversarial".

La diferencia entre Laclau y Chantal Mouffe es evidente. Desde la perspectiva de Laclau las instituciones liberal-democráticas son solamente formas objetivadas ("alienadas", se habría dicho hace tiempo) que ocultan relaciones de poder económico y social. Chantal Mouffe, que no rechazaría de plano esta definición, tiene, sin embargo, mejores perspectivas para evaluar sus consecuencias prácticas en la escena política, entre ellas que una hipótesis de conflicto se agite continuamente como estandarte en cada una de los escenarios cotidianos. Y esta agitación belicosa parece ser lo que está sucediendo.

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